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Una ruptura democrática




Una de las grandes preguntas que acompañan a la vida política nacional, a falta de un año para las siguientes elecciones, es si vamos en camino a la ruptura constitucional. Si algo nos revela la historia es que las crisis políticas, al ser acompañadas de profundas crisis sociales, son la causa principal de la caída de gobiernos y sistemas políticos. El Perú del siglo XX puede servir como un reflejo de esto: crisis sociales y políticas prolongadas precedieron a los golpes de Estado del siglo pasado.


Ello nos trae al día de hoy, donde tenemos presidentes vacados, una clase política desprestigiada con una aprobación de un dígito, un Congreso que no es representativo y con congresistas que tampoco tienen interés en representar a las mayorías. A esta primera crisis política, se le puede agregar la segunda, la social: inseguridad que ha escalado a niveles intolerables, economía que aún no se recupera tras el golpe de la pandemia, rabia y frustración que dejaron el final del gobierno de Castillo y los muertos en las protestas subsiguientes. Con estas crisis, los ingredientes para la caída del régimen político están ahí. Solo falta que ocurran las circunstancias que terminen dando el golpe final a un sistema que viene durando desde el 2001 y que ha contado con el beneplácito de la mayoría de analistas políticos del país.


Los congresistas, garantes de un pacto político nada democrático con el gobierno de Dina Boluarte, ya se están adelantando. No solo han aprobado leyes que benefician sus intereses personales antes que los de la nación, sino que también se han esforzado por capturar todos los espacios políticos independientes que quedaban en el Estado, desde el Tribunal Constitucional hasta los organismos electorales. La Constitución de 1993, que supuestamente era intocable, ha sido cambiada a gusto hasta por los legisladores que decían defenderla. No sorprende, entonces, que algunos analistas ya estén tildando a esta situación como un “autoritarismo legislativo”.


Frente a la coalición autoritaria que ocupa el poder político, lo que hay es una ciudadanía desorganizada, disgregada y políticamente dividida. La polarización de las últimas elecciones generales golpeó a la organización ciudadana y fortaleció a quienes nos gobiernan, incluso a quienes fueron los protagonistas de dicha polarización —quienes no han tenido escrúpulos en promover el odio hacia los adversarios políticos, para al día siguiente dar la mano a dichos rivales en el Congreso—. Mientras tanto, se han deslegitimado los liderazgos que pretendían representar a los peruanos hartos de la situación. No hay líderes que aglutinen y no hay acuerdos sobre quiénes podrían ser estos. A la par, personalidades con tendencias autoritarias se empiezan a perfilar como las favoritas para las próximas elecciones. Esto se debe a que son estas figuras las que promueven alternativas radicales, que generan mayores expectativas en votantes hartos de crisis que parecen no tener solución.


Una de las salidas que se ha propuesto a esta situación, desde el campo que podemos considerar liberal y democrático, es la de hacer algún tipo de coalición —alianza que hoy parece bastante lejana— con miras a las elecciones del 2026. El objetivo sería la existencia de un sector político que agrupe a todos los considerados como “defensores de la democracia”, para que quienes están hartos de la coalición autoritaria tengan alguien claro por quien votar. Sin embargo, la propuesta de la alianza liberal presenta grandes inconvenientes. No solo son la división política y la existencia de un sistema electoral que favorece la existencia de muchos partidos con escasa representatividad por sobre las alianzas. Tampoco son solo los pocos vínculos reales que los organismos políticos que se consideran defensores de la democracia tienen con la ciudadanía de a pie.


Además de todo esto, una de las mayores dificultades es la forma en que estos políticos e intelectuales defienden la democracia en sí, ya que parecen ligar este sistema político a la defensa del régimen que se formó en el Perú a partir del 2001, pero que hoy se encuentra en caída libre.


Del 2001 al 2016 —época ideal para algunos— podíamos tener procesos electorales transparentes y liderazgos políticos que parecían estables, pero los síntomas del problema mayor ya se encontraban ahí: el grado de fragmentación política y la falta de vínculos reales entre los partidos y los votantes. Estos factores son reveladores de la escasez de auténtica representación en el sistema político, y se agravan ante los sentimientos de que la democracia no es capaz de resolver los problemas que hoy aquejan a los peruanos, como la crisis económica y la inseguridad. El pasado nunca fue ideal y no debería presentarse como tal frente a una ciudadanía harta de la realidad presente.


La situación crítica por la que pasa el país debería, más bien, estimular la recuperación de narrativas esperanzadoras, como la de una renovación democrática. Uno de los problemas es la concepción puramente formalista de la democracia en la que hemos caído. En ella, este sistema político existe únicamente porque hay elecciones limpias e instituciones garantes de ellas, además de una constitucionalidad que mantiene un equilibrio entre instituciones y actores políticos. Esta visión ignora debates más profundos sobre qué implica vivir en democracia, qué falta cambiar en el Perú para poder construir este sistema político. Ante una concepción demasiado formalista, las soluciones propuestas al ocaso de nuestro régimen se suelen quedar también en lo formal, en asegurar que el sistema funcione así no exista una ciudadanía que lo respalde. De ahí que veamos debates sobre bicameralidad o elecciones primarias, o propuestas cuyo objetivo es forzar la existencia de partidos incluso si estos no tienen lazos reales con la mayoría de la población.


Pero la democracia no puede quedarse en el mero formalismo de las elecciones, sino que tiene que dirigir su discurso hacia nuestros problemas más profundos y tratar de dar una respuesta a ellos. Vivimos en un país de grandes desigualdades sociales y una enorme conflictividad nunca resuelta. Estos temas no son recientes, sino que son una herencia que viene desde los albores de la República, y que se mantiene con el paso de los años y los distintos contextos históricos. Lo que tenemos, en el fondo, es un país donde no existe verdadera igualdad ciudadana, y donde no hay un tejido social que permita la organización efectiva de los distintos grupos sociales. Estos son hechos que no se pueden cambiar solo con reformas electorales, pero que afectan cualquier intento democrático que se lleve a cabo en el Perú. Después de todo, ¿cómo se puede hablar de representación si es que no hay igualdad ni tampoco organizaciones en las que los ciudadanos se sientan efectivamente representados?


Resulta entonces atractiva la posibilidad de recuperar los valores democráticos en un país que nunca ha sido capaz de construirlos en la práctica. Con ello, se puede hacer frente a un régimen moribundo, que está dirigiendo al país hacia el autoritarismo. Esto abre la posibilidad de pensar en la ruptura no como un hecho destructor de la democracia, sino como una alternativa para renovar a este sistema político en el Perú.


Una ruptura democrática tendría que promover no solo la recuperación de la democracia en sus aspectos más formales, sino también una búsqueda profunda de soluciones y una reconciliación en el país, esto con el fin de curar las heridas que se han reabierto en los últimos años. La idea de un Perú nuevo requiere promover una amplia reforma del Estado, a través de una nueva Constitución. Esta lucha por una nueva constitucionalidad tendría que presentarse como algo más que un debate sobre el rol del Estado en la economía, dilema en que hoy parecen enfrascadas ciertas izquierdas. Lo más importante es la posibilidad de imaginar una renovación del Estado peruano, con un nuevo marco legal e institucional que pueda responder mejor a los problemas esenciales del país.


Frente a la ola de autoritarismo que se está produciendo en el Perú y en el mundo, una lucha en favor de ideales democráticos más amplios sería importante, especialmente en estos meses que nos aproximamos a unas próximas elecciones generales, cuyo resultado puede significar el rompimiento definitivo del régimen político.

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