También se robaron las palabras
Le dicen “ex presidente” al dictador, “claroscuros” a la autoría mediata de las masacres de Barrios Altos y de La Cantuta, “luces y sombras” a los secuestros y torturas, “polémico” al saqueo de las arcas del Estado, “controvertido” al fraude electoral perpetrado en el año 2000, “errores” a la toma de las instituciones judiciales y electorales, “héroe” a quien puso en marcha la esterilización forzada de miles[1] de mujeres indígenas, “demócrata” a quien compró la línea editorial de canales de televisión y diarios, “reorganización nacional” a la privatización de la salud, la educación y el transporte, y al remate a precio de ganga de casi todas las empresas públicas, “dejar el poder” a la fuga al Japón, “lucha contra el terrorismo” a la venta de armas a las FARC, “valentía” a la creación de un escuadrón de aniquilamiento y asesinatos selectivos. Y podría continuar.
Con este lenguaje, en estos últimos días no solo la prensa corporativa y concentrada, y los representantes del empresariado se han abocado a “rescatar lo bueno de la dictadura” de Alberto Fujimori. Ahora también se sumaron a este bochornoso espectáculo expresidentes de la república, “ponderados” analistas políticos, académicos “independientes” o de “centro”, los autodenominados otrora “opositores políticos del régimen”, Think Tanks progresistas y representantes de instituciones que velan por la institucionalidad y la democracia.
Del mismo modo, reportajes adulones con premeditadas omisiones históricas, vomitivas notas con los momentos heroicos y populares de Fujimori, concesivas entrevistas con ex funcionarios de la dictadura, y condescendientes mensajes de condolencias en Twitter marcaron la pauta comunicativa y expresaron esa narrativa de progreso con la que, desde hace buen tiempo, se quiere ataviar al fujimorato, tal como se hacía en los 90’s. Nos encontramos, nuevamente, ante la primacía de lo que Carlos Iván Degregori denominó como la memoria salvadora[2]. Esa necesidad por eliminar cualquier representación del periodo de la violencia política que no sea solo la que proyecta a Fujimori cómo único vencedor de Sendero Luminoso y como exclusivo artífice de la pacificación, y que borra los crímenes contra los derechos humanos que perpetró para llevar a cabo sus objetivos.
En cierto modo, hay una premura por no quedar mal con nadie. Escucho a la prensa y a sus analistas, y advierto ese afán por no elevar sospechas, por disuadir los sesgos, por no tomar una postura. Capaz para evitar los ceños fruncidos o procesos disciplinarios o para no incomodar al poder o, de algún modo, para no perder oportunidades en los espacios mediáticos o laborales. Lo cierto es que nadie debería pensar en la posibilidad de ser despedido tan solo por emitir verdades, pero esta apreciación suena muy ingenua. Así, observamos cómo el fujimorismo —entendido ya como una fuerza fascista garante de un disciplinado orden social neoliberal— ha permeado en todo el orden de cosas de la cotidianidad, es decir, ha alcanzado incluso a controlar las relaciones del trabajo, su flujo, su distribución y su estabilidad.
Hoy alguien que exprese una verdad histórica respaldada por sentencias judiciales, ya sea en medios comunicación o en otros espacios de debate público, es visto con recelo no solo en círculos corporativos, sino en los lugares anteriormente mencionados. Decir que Fujimori ha sido condenado por asesinato, secuestro y corrupción puede tornarse algo peligroso. Antes era posible, “bien visto”, era ser “progre”.
En cambio, hoy se ha puesto en marcha un control sobre la palabra, sobre el decir, sobre el pensar. Los grandes medios de comunicación, que vendieron sus líneas editoriales a la dictadura en los 90’s, ahora han contribuido a revitalizar ese discurso político alineado a esa memoria salvadora que, desde la ultraderecha y las élites económicas, consideran esencial para forjar un sentido común de orden y seguridad, el cual legitima la violencia estatal sobre la disidencia. Para la coalición autoritaria —Fuerza Popular y sus satélites— que actualmente gobierna el Perú a través de Dina Boluarte, la muerte del dictador ha tenido una función instrumental: en tiempos de extorsión, delincuencia y sicariato, la mano dura del “chino” es el legado y la estrategia.
Esta orwelliana vigilancia sobre la palabra opera bajo el sutil pretexto de que es mejor no herir susceptibilidades, no “polarizar” más el país, no acrecentar el “odio”. Ridiculeces que llaman la atención porque dejan entrever ese efecto perverso que el fujimorismo y sus prácticas, a lo largo de 30 años, han dejado en la sociedad: la imposibilidad de nombrar.
La ultraderecha gobernante ha revertido ese mínimo consenso posdictadura, alcanzado en buena parte gracias al trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que normalizaba, por ejemplo, el hecho de escuchar a un periodista decir en señal abierta que lo que ocurrió en la década de 1990 en el Perú fue una dictadura en la que sus líderes ordenaron crímenes atroces. Eso hoy no es del todo posible. Se trata pues de un lenguaje en proceso de mutilación. Una de las victorias de los grupos reaccionarios —que desde el 2016 se han abocado a destruir las instituciones y a derrocar presidentes— es la de haber tomado nuevamente el control de las palabras en la comunicación masiva, esto a fin de alcanzar lo que Gramsci llamó hegemonía, en la circulación de las ideas.
Vivimos la censura de no poder colocarle siquiera un nombre a la tragedia que se experimentó durante la dictadura y por la que ahora atraviesan los deudos del medio centenar de muertos del que es responsable el gobierno de Dina Boluarte. El fujimorismo nos ha robado también las palabras, las han sustraído del espacio público y mediático. Ya no son usables. Nos han arrancado la facultad de dar sentido a los síntomas que expresan el sufrimiento colectivo que padece una ciudadanía cada vez más abandonada e indefensa ante el aplastamiento de las élites y de sus economías delictivas.
Sin palabras no hay una identidad posible que se ancle en una ciudadanía plena, solo sujetos dóciles y maleables, fujimorizados, sin capacidad de interpelación posible y que solo aceptan cómo único destino viable este modelo de sociedad del sálvese quien pueda instaurado desde 1990.
[1] Gutiérrez, A. B. (2019-2020). Nuevas luces. La vigencia de la memoria posconflicto: el caso peruano de esterilización forzada (1996-2000). +MEMORIA(S), 325-349.
[2] Degregori, C. I. (2012). La década de la antipolítica. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
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