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Restricciones de derechos, indignación y sentido común




Un proyecto de ley que propone eliminar la prohibición de postular a los cargos de presidente y vicepresidente de la República a quienes hayan cumplido una condena por delitos dolosos de colusión, peculado o corrupción de funcionarios fue presentado el 12 de agosto de este año por el congresista Gustavo Cordero Jon Tay bajo el número N.º 8594/2024-CR.

 

En la exposición de motivos del proyecto, y durante las entrevistas con diversos medios de comunicación, Cordero Jon Tay argumentó que esta iniciativa busca respetar los principios de reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad, consagrados en el artículo 139 de la Constitución Política del Perú, que habían sido vulnerados con la Ley Nº 30717.

 

Si bien no se tiene que ser demasiado suspicaz para sospechar que el objetivo central del congresista Cordero Jon Tay no es la defensa de estos principios —pues, como ya veremos, es algo que ha manifestado explícitamente—, y que más bien se trataría de una motivación política específica; el meollo del tema planteado no es menor y, a pesar de no haber generado ningún tipo de debate dentro de la esfera pública, merece ser revisado.


La premisa que se encuentra detrás de este tipo de leyes es que la rehabilitación formal no genera una rehabilitación real en el condenado, por lo que una vez reinsertado en la sociedad —habiendo salido de prisión—, este representa un riesgo en términos delictivos y, por tanto, es necesario impedirse una resocialización plena.

 

Este texto se propone examinar las lógicas que han llevado a que, en la actualidad, los principios de reeducación, rehabilitación y reincorporación hayan sido negados para un —cada vez más amplio— sector de la población.

 

La ley y sus variantes

 

En enero de 2018 el Congreso de la República publicó la Ley Nº 30717 que establecía la prohibición de postular a cargos de elección popular —es decir, postular a los cargos de presidente y vicepresidente de la República, congresista, parlamentario andino, gobernador regional, consejero regional, alcalde y regidores— a las personas condenadas por delitos de terrorismo, apología al terrorismo, tráfico ilícito de drogas, violación de la libertad sexual, delitos dolosos de colusión, peculado y corrupción de funcionarios; aun cuando hubieran sido rehabilitadas, es decir, a pesar de que hayan cumplido con una condena por dichos delitos.

 

Esta no era la primera ley que cuestionaba la reintegración a la sociedad de personas que ya hubieran cumplido una pena.  En 2012, la Ley de Reforma Magisterial (Ley Nº 29944) había establecido que para ingresar a la carrera pública magisterial se requería no haber sido condenado por delitos de terrorismo, apología del terrorismo, delito contra la libertad sexual, delitos de corrupción de funcionarios y delitos de tráfico de drogas. Solo unos años después, con la Ley Universitaria (Ley N.° 30220), se decretó una medida similar en el ámbito de la educación superior, con el añadido del impedimento a postular en el proceso de admisión a las universidades públicas a las personas que hayan tenido una condena por el delito de terrorismo o apología de terrorismo. En otras palabras, se les negaba la educación pública.


La premisa que se encuentra detrás de este tipo de leyes es que la rehabilitación formal —lograda al cumplirse una pena— no genera una rehabilitación real en el condenado, por lo que una vez reinsertado en la sociedad —habiendo salido de prisión—, este representa un riesgo en términos delictivos y, por tanto, es necesario impedirse una resocialización plena. 


La pregunta que se cae de madura, en consecuencia, es si existen datos con los que se puedan justificar estas restricciones de derechos. Y la respuesta parecería ser que no.

 

El Tribunal Constitucional ya respondió a diferentes demandas de inconstitucionalidad que señalan una contradicción entre la prohibición de trabajo para quienes han pagado una condena y los principios de rehabilitación y resocialización que ofrece el Estado. Así, en las sentencias del Expediente 00021-2012 PI/TC y otros y del Expediente 0007-2018-PI/TC el TC manifestó que el prohibir el trabajo en un determinado sector —como el de Educación o el público, en general— no anula el principio de resocialización de la persona, sino que solo lo “relativiza en un determinado ámbito”.

 

“En efecto, tal medida restrictiva no expulsa a la persona (docente) en términos generales de la vida en comunidad, sino que sólo la excluye de un ámbito determinado –que merece una protección especial por parte del Estado– como es la permanencia de aquél en la carrera pública magisterial, sin que ello afecte la posibilidad de que la persona se desarrolle libremente en ámbitos distintos al educativo. Por ejemplo, a través del desarrollo de otras actividades profesionales”, se puede leer en el Expediente 00021-2012 PI/TC y otros.

 

Por su parte, en el Expediente 0007-2018-PI/TC añade el siguiente ejercicio de proporcionalidad:

 

“Este Tribunal concluye que el grado de restricción del principio de resocialización es de nivel medio, toda vez que la medida restrictiva no anula tal principio, sino que solo lo relativiza en un determinado ámbito, y no expulsa a la persona en términos generales de la vida en comunidad; no interfiere con la posibilidad de que la persona se desarrolle libremente en otros ámbitos distintos al del sector educativo.


Así, la satisfacción del derecho a la educación es intensa, pues se reduce la posibilidad de que el sistema educativo esté orientado a la consecución de objetivos en conflicto con el respeto a los derechos fundamentales y con los valores y principios del Estado Constitucional, y también se reduce la posibilidad de que los estudiantes estén a cargo de personas que podrían tener conductas abusivas y perjudiciales para su desarrollo”.

 

Como se puede apreciar, dentro de la argumentación central se encuentra la idea del carácter no absoluto de los derechos fundamentales —consensuada dentro del ámbito del derecho—, que estipula que los derechos fundamentales no son derechos ilimitados y que la existencia de sus fronteras responde al hecho de que para el posible disfrute simultáneo entre los miembros de la sociedad, es necesario compatibilizar los derechos y ordenar su ejercicio, lo que termina derivando en ciertas restricciones.

 

Sin embargo, como plantea el constitucionalista Samuel Abad refiriéndose a los límites y al respeto al contenido esencial de los derechos fundamentales: ¿será posible hablar de la presencia de un "límite de los límites"?. O más precisamente, ¿será posible hacer un ejercicio de ponderación que no se base en una lógica de la mera excepcionalidad para definir los límites establecidos?

 

Nos explicamos: cuando el Tribunal Constitucional razona sobre los límites de los principios de rehabilitación y resocialización, parte de la idea de que la reincidencia en determinados delitos es bastante probable sin explicitar las razones de dicha suposición.

 

Se podría asumir que uno de los sentidos comunes detrás de estas restricciones es reducir los escenarios en los que el (supuesto) rehabilitado pueda reincidir en el delito por el que ya cumplió una condena. De allí que se busque alejar de las aulas a las personas que han cometido un delito de violación sexual, pues laborar en el sector educación implica tener acceso a un grupo humano vulnerable como lo son los niños, niñas y adolescentes.

 

En el caso de los condenados por el delito de terrorismo, este puede basarse en los recuerdos propios de las décadas de 1980 y 1990, en los que el PCP-Sendero Luminoso reclutó a estudiantes en sus filas para fortalecer su guerra contra el Estado peruano. Si bien en este caso concreto el contexto actual es absolutamente diferente al de esa época, este es uno de los argumentos más manidos de quienes defienden la legitimidad de este tipo de prohibiciones. El mismo razonamiento podría aplicarse para las personas que han cometido delitos de corrupción y que luego quieren volver a reinsertarse en el sector público.

 

No obstante, aquello no explicaría la razón por la que se prohíbe a las personas que han cometido delitos de corrupción que trabajen en el sector educación o el por qué una persona que cumplió una condena por el delito de terrorismo no tiene el derecho de acceder a la educación pública.

 

Que en diciembre de 2019 se haya ampliado a 17 los delitos en los que pesa la inhabilitación para laborar en puestos relacionados al sector educación, por más de que se haya cumplido con una sentencia, permite intuir que no existe un criterio claro para la imposición de este tipo de restricciones y que más bien es la arbitrariedad la regla que ha obrado en estos casos.

 

Por supuesto que los delitos que componen la lista de restricciones son bastante graves e inclusive la sola mención de estos puede causar indignación en el ciudadano común. No obstante, cabe recordar que estas restricciones más que como la extensión de un castigo —que podría ser pedida por parte de la población debido a la condena moral que estos suscitan— han sido planteadas como una manera de resguardar a la sociedad de ser víctima de la comisión, nuevamente, de estos delitos.

 

La pregunta que se cae de madura, en consecuencia, es si existen datos con los que se puedan justificar estas restricciones de derechos. Y la respuesta parecería ser que no.

 

Los delitos por terrorismo


En el caso del delito de terrorismo, los datos del Instituto Nacional Penitenciario muestran que entre 1995 y 2000 se dictaron 8,492 sentencias, mientras que entre 2000 y 2022 solo se emitieron 29 sentencias por el mismo delito.[1] [2]Esto indica que el porcentaje de sentencias en las últimas décadas ha disminuido a un 0,34%, lo que sugiere que la reincidencia en estos delitos es mínima.[3]

Estas cifras reflejan una realidad evidente desde hace décadas: actualmente no existen grupos armados en conflicto directo con el Estado peruano, por lo que el terrorismo no representa una amenaza significativa para el estado de derecho y sus instituciones.

 

A pesar de que esto sea un hecho corroborable, aún sigue siendo polémico plantear este tipo de cuestionamientos, incluso entre juristas y académicos que deberían dejar de lado los apasionamientos al considerar cómo el Estado debe garantizar el goce de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. La lógica de excepcionalidad —es decir, el uso frecuente de la idea de que los derechos no son absolutos— no puede justificar la imposición de medidas arbitrarias.

 

Por otro lado, si se teme que los excarcelados por delitos de terrorismo puedan realizar actos de proselitismo político que amenacen el orden democrático, ya existe una ley de apología que contempla esta situación.

 

En ese sentido, la cultura de la sospecha basada en prejuicios, sin la existencia de evidencia que sustente una conducta delictiva inminente, atenta contra los derechos fundamentales y trae a colación la doctrina del derecho penal del enemigo[4], caracterizada, según el jurista alemán Günther Jakobs, por tres elementos centrales: el adelantamiento sustancial de la punibilidad, es decir, juzgar un hecho futuro, y no uno pasado; la alta desproporcionalidad de las penas, y la relativización o supresión de determinadas garantías procesales. 


Sin embargo, hacer esta clase de cuestionamientos no es fácil. Nuestro sentido de época marca los umbrales de lo pensable y lo decible. Es ilustrativo de ello la entrevista que el congresista Cordero Jon Tay concede a RPP, en el que después de defender el uso de los derechos políticos “a carta cabal” de todos los ciudadanos, excluye de que se reconozca estos a los condenados por delitos de terrorismo debido a que “son tipo penales diferentes [al de corrupción]”. El entrevistador, minutos después, le recalca que una lógica como esta, de reconocer el derecho político a todas las personas rehabilitadas, podría beneficiar a “terroristas que no han expresado ningún arrepentimiento y ninguna expresión de solidaridad con las víctimas que ellos han causado”. Cuestionar o no dicha aseveración no es el objetivo de este texto, no obstante, volvemos a reiterar que lo que se busca con las medidas restrictivas no es la extensión de una pena por la indignación que causan ciertos hechos, sino el resguardo de la sociedad y de los valores democráticos de esta.

 

En estas líneas nos hemos explayado en argumentar las restricciones para el delito de terrorismo, que es el que posee mayores limitaciones. Sin embargo, es necesario hacer un ejercicio similar en cada uno de los delitos concernidos para estar seguros de qué tan justo es imponer medidas tan graves como estas que podrían afectar la vida de personas (rehabilitadas) sin alguna razón.

 


[1] Datos obtenidos por el Instituto Nacional Penitenciario a través del mecanismo de Transparencia y Acceso a la Información Pública.

[2] Diferenciamos a la población penitenciaria procesada de la sentenciada.

[3] Además, se debe tener en cuenta que varias de las sentencias durante estos años son por hechos

cometidos hace décadas.

[4] No sin controversias desde su misma concepción, esta doctrina ha sido ampliamente debatida en países como España, generando un intenso intercambio en el ámbito legal y académico. En este contexto, se ha discutido la legalidad y las implicaciones del derecho penal del enemigo, especialmente en relación con la protección de los derechos fundamentales y los principios del Estado de Derecho. Los críticos sostienen que esta doctrina puede provocar inseguridad jurídica y violaciones de derechos fundamentales, mientras que sus defensores argumentan que es necesaria para proteger a la sociedad de individuos peligrosos.

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