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Por una teoría crítica del neoliberalismo

Por Juarez Guimarães



¿Nadie es neoliberal? ¿Somos todos neoliberales? 


Cuando Friedrich Hayek, el pensador principal de la tradición neoliberal, hizo público su  libro programático The Constitution of Liberty1(1960), prácticamente todos sus juicios,  argumentos y proposiciones eran minoritarios dentro de la propia tradición liberal, y casi  escandalosos ante la opinión pública predominante en las democracias occidentales. En el  inicio de la tercera década del siglo XXI, estos juicios, argumentos y proposiciones se han  convertido casi en dogmas dentro de la tradición liberal, y desde una convergencia  mediática corporativa que penetra cada poro de la sociedad, gozan de la condición de  sentido común de la época. 


La propuesta de que los bancos centrales deberían ser retirados del control de las  autoridades ejecutivas elegidas democráticamente, y dedicarse principalmente a  establecer metas de control de la inflación, dejando en un segundo plano los objetivos de  empleo, ciertamente no contó con el apoyo de la mayoría de los liberales, incluso los  estadounidenses, que todavía estaban bajo el paradigma keynesiano. 

Aún no se había creado en las democracias una cultura sistemática contraria al  crecimiento de los presupuestos públicos, y de defensa de reglas que “atan las manos” del  ejecutivo mediante imposiciones legales o constitucionales, creando un régimen de  austeridad permanente. Pero esto ya está argumentado sistemáticamente en esta obra de  Friedrich Hayek. 

La proposición de que en las sociedades democráticas toda planificación económica conduciría a un camino totalitario, que ya estaba presente en El camino de  servidumbre (1943), y retomada en todas sus consecuencias en la obra citada, fue  entendida como un juicio desequilibrado, sectario e inconsistente con la experiencia ya  vivida. 


El ataque frontal a las políticas del Estado de Bienestar, descritas como centralizadoras,  burocráticas e injustas -porque cargaban a quienes triunfaban en el mercado y  recompensaban a quienes fracasaban- como se hace en este libro, sería en sí mismo un  escándalo. La defensa de los Estados de Bienestar, con sus lógicas universalistas,  redistributivas y de formación de derechos, incluso en la cultura norteamericana  alimentada por las tradiciones del New Deal, era parte del lenguaje público dominante, al  cual incluso los políticos conservadores tuvieron que adaptarse de alguna manera. 


En el libro, Friedrich Hayek elogia sistemática y articuladamente la desigualdad social  como correspondiente con la competencia y vista como un factor esencial para el  progreso y la innovación. Incluso el consumo suntuario de los más ricos sería un factor de  progreso social, porque mostraban nuevos hábitos de civilización que luego se  generalizarían. El impuesto a la herencia, además de ser injusto, rompería líneas de  continuidad de capitales y conocimientos que innovaron con éxito. 


Pero en ese momento, la igualdad social y su logro gradual, que legitimaba la tributación  progresiva y la reasignación de recursos hacia políticas de aceptación general, no era un  valor que fuese cuestionado públicamente de manera frontal. La mayoría reconocía que la  desigualdad social era un resultado indeseable de las sociedades de mercado, que debía  corregirse mediante políticas estatales. 


Friedrich Hayek desarrolló ampliamente la crítica al sindicalismo como causante de privilegios corporativos, desincentivar la movilidad laboral, ser coercitivo con relación a la  libertad contractual individual del trabajador, y causante de desajustes en el sistema de  precios. Ciertamente todavía había en esta época una simpatía mayoritaria hacia los  sindicatos de trabajadores, el reconocimiento de su legitimidad, las leyes que protegían  sus actividades, e incluso su institucionalización en acuerdos corporativos. 


Y en el centro de La Constitución de la Libertad había una radicalización economicista del  significado de la libertad, tal como se había formulado previamente en la tradición liberal:  si antes la economía de mercado se concebía como una condición para el ejercicio del  hombre político liberal, ahora es la libertad misma la que es entendida como una  expresión de la dinámica del mercado, que debería ser protegida por un Estado fuerte  contra todos sus enemigos, reformadores y revolucionarios. Literalmente, en la obra de  Friedrich Hayek el político liberal es devorado por el cosmos mercantil, sus valores y  dinámicas. 


Friedrich Hayek se declara audazmente más liberal que demócrata. El liberalismo es un  fin, y la democracia es un mero medio que debe adaptarse a los dinamismos del mercado.  En este sentido, la democracia puede ir contra la libertad, y en circunstancias en las que el  consenso neoliberal es cuestionado o violado, las formas autoritarias de Estado pueden  ser legitimadas y necesarias. 


Hegemonía, consenso y coerción 


En “Neoliberalism and the crisis of legal theory”, Corinne Blalock (2015)2 muestra cómo con el neoliberalismo surgió un nuevo paradigma jurídico, socavando y reduciendo el  lugar del derecho público a favor de la creación de derechos de propiedad privada  estables y bien protegidos, de mecanismos coercitivos sobre el cumplimiento de contratos  y límites al ejercicio de poderes gubernamentales considerados arbitrarios. Pero lo más  interesante del artículo es su examen de la hegemonía neoliberal. 

La hegemonía es aquí asumida en sentido gramsciano, en la fórmula consenso + coerción; es decir, no es trabajada con una visión idealista puramente en el plano de la libre  voluntad. Contrariamente a la posición defensiva del llamado liberalismo social o  keynesiano, construido como respuesta a la crisis del capitalismo y a las presiones revolucionarias o reformistas del socialismo, el neoliberalismo ciertamente tiene su  campo activo de promesas, ilusiones, símbolos; construye adhesiones, compitiendo por la  formación de valores que forman la subjetividad de una persona. Pero la adhesión es sólo  una posibilidad para la formación de la hegemonía.


Las políticas neoliberales, en general de fuerte contenido antipopular, hacen un uso  permanente de la fuerza y la coerción: de esta manera también producen un conformismo  masivo: ante la presión de una fuerza mayor, y ante la ausencia de una alternativa posible  o creíble, me conformo. Uno no se reconoce subjetivamente en estos valores, en estos  comportamientos, sino que se adapta a su vigencia. 

Más allá del conformismo de masas, hay una posible resignación: el neoliberalismo, en su  fuerza globalizante y epocal, parece saturar todo el tiempo y el espacio. La crisis histórica  del socialismo -como alternativa al capitalismo actual– juega aquí un papel decisivo. Fuera  de un gobierno neoliberal, o de uno que transite y negocie con sus instituciones y leyes,  sólo quedaría el abismo. Entonces, ¿somos todos neoliberales, incluso aquellos que no  están de acuerdo con él? 


El neoliberalismo –en este sentido débil, inestable y problemático de hegemonía como  forma de dominación que hace un uso intenso de la represión y la coerción– no es  inclusivo como el fordismo. Las clases trabajadoras no son incluidas como dominadas en el  mercado de consumo masivo, sino que son arrojadas a una dinámica de superexplotación,  precarización y segregación social. Estamos lejos de la situación del fordismo, donde,  como dice Gramsci, “la hegemonía comienza en la fábrica”. 


¿Un sujeto sin nombre? 


Hoy no existe ningún partido de importancia, ni en Brasil o internacionalmente, que se  llame a sí mismo neoliberal. Aunque por ejemplo en el caso brasileño, la abrumadora  mayoría de los partidos defiende programas neoliberales, e incluso hay sectores de  izquierda que se ajustan a sus horizontes o no confrontan abiertamente sus dogmas  centrales. 


La razón para ello es sencilla: Friedrich Hayek y los principales teóricos del neoliberalismo  se autodenominan liberales clásicos, en disputa con y críticos del llamado liberalismo  social o keynesiano, al que consideran traidor a los paradigmas iniciales de la formación  del liberalismo en la época. de la hegemonía inglesa. Ciertamente, esta disputa semántica  sobre lo que es el verdadero liberalismo corresponde a una estrategia neoliberal de  reclamar la tradición, de reivindicar sus legados y logros. 


En la reflexión de Philip Mirowsky, un historiador referencial del neoliberalismo3, habría  una estrategia de “doble verdad”: cultivador del orden espontáneo del mercado,  entendido como formado en la experiencia de la humanidad y visto no como el resultado  de una voluntad consciente, el neoliberalismo estaría interesado, incluso cuando utilice  abiertamente el poder político, en volver sobre sus pasos y distanciarse de cualquier  posición que pueda ser atribuida como constructivista o de imposición de una voluntad. 


Si en la disputa política o de valores el neoliberalismo niega su nombre para ocupar el  sentido común, un lugar general y no ser propiamente sólo una doctrina específica, en los  círculos académicos el debate sobre el neoliberalismo es mantenido o marginado como  portador de un “concepto cuestionado”; es decir, excesivamente politizado para el uso  interesado de un determinado campo de crítica anticapitalista. Además, el neoliberalismo  sería un concepto de uso tan vago, incierto y generalizador que sería desaconsejable como  instrumento de conocimiento y análisis. Por ejemplo, en la ciencia política brasileña, los  estudios sobre el neoliberalismo son extremadamente marginales. 

Cambiar esta condición es una necesidad. Para conocer, criticar y superar el  neoliberalismo es necesario empezar por nombrarlo, identificarlo, denunciarlo, atacar  pública, abierta y valientemente sus dogmas y su legitimidad en crisis. 


Juarez Guimarães es profesor de ciencia política en la Universidade Federal de  Minas Gerais. Autor, entre otros libros, de Democracia e marxismo: Crítica à razão  liberal (Xamã). 




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