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Notas sobre el terruqueo (para salir de la trampa de la derecha)



En las discusiones más o menos académicas sobre los tiempos difíciles, sobre la “época del terrorismo”, solemos repetir como un mantra el título de un famoso libro de Kimberly Theidon: la guerra, decimos, fue una “entre prójimos”. Pero lo cierto es que la compulsión que repetimos esta frase funciona como tapadera para el hecho explícito de que nos comportamos como si la guerra hubiese sido “entre otros”: todo el tiempo estamos imaginarizando, otrizando, extranjerizando, desperuanizando, despolitizando y demonizando a los actores de la guerra. De hecho, de un tiempo a esta parte pienso que lo mismo ocurre con “conflicto armado interno”: nos gastamos en la discusión nominal de cómo llamar a la guerra interna solo para ignorar el hecho de que nos comportamos como si no hubiese habido conflicto –y como si, hasta cierto punto, no lo siguiese habiendo.

 

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Cada tanto alguien pregunta si esta bien “terruquear” alguien investigado o sentenciado por terrorismo; algo como “¿es válido terruquear a un terrorista?”. La pregunta esconde su respuesta: “terruco” no es equivalente a “terrorista” en tanto una categoría penal o jurídica, menos todavía a “subversivo” en tanto categoría política. “Terruco” es siempre un decir en exceso, un excesivo, violento aunque tímido –y a veces no tan tímido– “terruco [de mierda]”.

 

Este exceso de lo terruqueable aparece en otro momento: cuando tratamos de marcar la diferencia entre “los que sí son [terrucos]” y “los que no son [terrucos]”. Hay investigados, sentenciados y excarcelados que “sí son, pues”, y hay otros que “no son” o que “[ya] no son”. La marca de esta diferencia aflora y se institucionaliza en momentos históricos bien definidos.

 

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La politóloga María Sosa ha hecho un fantástico trabajo identificando algunos de estos momentos. Uno de ellos fue el deslinde de la Izquierda Unida con los grupos subversivos en los años 80. IU se vio obligada a, por un lado, condenar los “métodos y actos terroristas” y, por otro lado, a mantener su propio horizonte revolucionario donde la violencia no estaba excluida. Quizás inadvertidamente, lo que aparece aquí es la división violencia armada revolucionaria (de mi lado) y terrorismo (del lado del otro).

 

Otro fue la comisión de indultos hacia el final del gobierno de Fujimori. ¿Quiénes son los encarcelados por terrorismo que merecen ser indultados? Si uno revisa los criterios para definir quienes merecen la gracia del indulto (un trabajo que ha hecho Sosa y Marie J. Manrique), estos criterios poco tienen que ver con la afiliación a un grupo alzado en armas y mucho tienen que ver con la conducta y contexto del preso (con quiénes se juntan, si llevan una vida decente en la cárcel, si rezan…). Lo resultante es que hay encarcelados “inocentes” (o más inocentes que otros) y hay encarcelados “culpables” (o más culpables que otros). Y a los primeros se les defiende, a los segundos no.

 

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 La investigación de Sosa menciona también como hito a la Ley de Reparaciones. Ya se ha resaltado que uno de los efectos de la Ley de Reparaciones fue la jerarquización de las víctimas de la guerra civil peruana. Hay, como señala la antropóloga Valerie Robin (citada por Sosa), “mejores” víctimas: las que fueron atacadas por Sendero Luminoso. Sobre las víctimas de las Fuerzas Armadas siempre quedará la sospecha de que “de repente sí eran, pues” o “por algo habrá sido”.

 

Pero también al enfrentarse a las burocracias estatales que jerarquizan a las víctimas, ocurre que las memorias se negocian y la más de las veces resulta conveniente asumirse “entre dos fuegos” (SL, por un lado; las Fuerzas Armadas por el otro), con la consecuente despolitización, velamiento y jerarquización de estas memorias.

 

(Aquí agrego que no por ser obvio debería ser pasado por alto: a pesar de nuestros bienpensantes activismos del “recordar para no repetir”, a veces la gente solamente quiere olvidar, y esto vale para lo que les pasó y para lo que hicieron).

 

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 Estas divisiones (violencia revolucionaria / terrorismo; terrorista inocente / terrorista culpable; mejor víctima / peor víctima), nacidas al momento de negociar militancias, burocracias y memorias, están al núcleo del campo de lo terruqueable, de cómo se construye quién es terruco (o terruqueable) y quién no.

 

Son, una vez más, negociaciones, no existen naturalmente. Son productos históricos, de coyunturas específicas.  (Por cierto que a veces también caemos en mezquindad al evaluar las coyunturas de estas negociaciones: la crítica casual al victimocentrismo de la CVR no pocas veces pasa por alto la fragilidad democrática que rodea a la propia producción de la CVR y al movimiento de derechos humanos que se fajó por la misma, o al hecho de que lo único ante lo que se podía “pactar” entre la izquierda y la derecha es que ambas tienen víctimas en la guerra interna peruana). 

 

Las leyes peruanas antiterroristas; no las de los 80 y 90, sino las de la última década, prestan el velo para naturalizar estas negociaciones, para hacerlas pasar como objetivas y necesarias y no contingentes.

 

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 A propósito del concepto de realismo capitalista, el fenecido Mark Fisher apunta en una conversación con Jodi Dean que realismo capitalista y neoliberalismo no deben ser abordados como equivalentes. El realismo capitalista, lo dice en el libro homónimo, es una patología de izquierda, es el resultado de la subordinación de la izquierda al neoliberalismo: mientras este conserva una dimensión utópica, el realismo capitalista es precisamente el rechazo de toda utopía desde la izquierda.

 

Esta distinción es útil porque pienso que se puede hacer un argumento más o menos similar respecto del fenómeno del terruqueo. Aunque se suele adscribir el terruqueo a la derecha (y, efectivamente, nadie podría negar que hay una derecha que lo instiga, lo anima, lo instrumentaliza), hay una dimensión del terruqueo que es puesta en acto  [enacted] e interiorizada por la izquierda, o más bien, por una izquierda. Esta izquierda está subordinada, la más de las veces inconscientemente (aunque otras veces muy conscientemente), a las narrativas de la derecha sobre el tiempo de la guerra civil peruana. La forma que toma esta dimensión es la de la higiene moral y sus corolarios: el contagio, el soplonaje y el ostracismo.

 

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Hay un concepto del psicoanalista vienés Robert Pfaller que puede ser muy productivo para evaluar esta dimensión de actuación del terruqueo de izquierdas: el de “imaginaciones de los otros”. Para Pfaller, existe un tipo de creencias, que solo se actúa pero que nunca se reconoce como propia, que siempre se atribuye a un otro o a otros imaginarios –el caso más típico es el de los rumores, que funcionan mejor cuando se atribuyen a un otro que nadie conoce.

 

Algo de esa energía psíquica de las imaginaciones de los otros se presenta en la fuerza casi obligada de deslindar del “terruco”. Véase que no solo se trata de que el terruco es el otro, sino que (especialmente) el terruqueador es el otro: yo no creo en el terruqueo, es el otro el que terruquea. Es “la derecha”, “Willax”, “Expreso”. Es cierto que estos otros sí existen concretamente, pero la forma en la que operan en la izquierda es imaginaria. De allí que en el terruqueo, el deslinde, la higiene moral sea de naturaleza compulsiva: obliga a actuar.

 

La higiene moral, el mantenerse a distancia del terruco/terruqueado / terruqueable, va desde el disclaimer por excelencia, el gesto tantas veces repetido de “por si acaso, no es que esté de acuerdo con...”, hasta el pedir que se le censure de espacios, para no manchar la fiesta o para no arruinar la protesta. En el afán de “no hacerle el juego a la derecha”, caemos directamente en su trampa.

 

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Una conversación difícil (tanto sobre el conflicto como sobre el llamado posconflicto) no puede darse con base en moldes y figuras imaginarias (el subversivo “frío” y “desapegado”, que ha aparecido hoy en las discusiones públicas a propósito del estreno de la película La piel más temida es una de esas figuras), sino notando las complejidades de contextos en los que existió una violencia brutal, que se reactualiza con las condiciones de dictadura de hoy: estigmatización, hostigamiento judicial, perseguidos y encarcelados políticos, familiares afectados, pérdida de trabajo y de sustento... Lo que está en el fondo es nuestra capacidad para reconocer contextos de conflictos complejos, donde pasaron cosas verdaderamente terribles, y poder navegarlos más o menos sanamente. No podemos darnos el lujo de no tener estas discusiones, de entregarle en bandeja de plata nuestra historia a la derecha.


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