La victoria de Alberto Fujimori sobre los trabajadores
Los honores oficiales rendidos a Alberto Fujimori son finalmente, el símbolo de una victoria. Fujimori fue un ex dictador culpable además, de asesinato, lesiones y dos casos de secuestro. Asimismo, en el 2009 fue condenado a siete años y medio de prisión por malversación de fondos tras admitir haber entregado 15 millones de dólares a Vladimiro Montesinos. Indultado en medio de irregularidades procedimentales fue despedido en palacio de gobierno con tres días de luto nacional.
Su muerte ha sido motivo de los habituales enfrentamientos en internet mientras la casi totalidad de los grandes medios construyen una narrativa épica y selectiva, que da vergüenza ajena.
En estas líneas presentamos una propuesta para entender lo que significó Fujimori para los trabajadores del país. La idea que queremos desarrollar es simple: Fujimori representó la respuesta política de los sectores empresariales al proceso de concientización de la clase obrera durante la década de setentas.
Como sabemos, el gobierno de Alberto Fujimori implementó una serie de medidas drásticas que buscaban desmantelar el sistema laboral heredado del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado. En efecto, Fujimori dio un giro de 180 grados en la política laboral, priorizando la flexibilización y la desregulación del mercado de trabajo.
Una de las primeras medidas tomadas por el gobierno de Fujimori fue la promulgación del Decreto Legislativo Nro. 728, conocido como "Ley de productividad y competitividad laboral". Esta norma introdujo una serie de cambios drásticos, como la eliminación de la estabilidad laboral, la facilitación de los despidos y la proliferación de contratos temporales. Luego en junio de 1992 con la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo se redujo el poder de los sindicatos y se limitaron los derechos de los trabajadores, lo que generó un debilitamiento sin precedentes del movimiento laboral en el país.
Para tener una idea del cambio en las relaciones laborales veamos dos ejemplos concretos.
La etapa de trato directo en la negociación colectiva tenía en la legislación de los años 70s una duración máxima de tres meses, luego de lo cual pasaba automáticamente a la conciliación en el Ministerio de Trabajo. Este límite temporal inducía a las partes a negociar con celeridad si deseaban resolver el pliego de reclamos sin la intervención del Ministerio. Es claro que esta disposición evitaba lo que se conoce como “peseteo”, es decir ofrecer incrementos mínimos y avanzar lentamente. Un buen sector del empresariado no estaba contento con la norma.
Con la reforma fujimorista, los plazos de vencimiento automático terminaron. Actualmente el trato directo puede durar indefinidamente. De esta manera, la mayoría de empresas práctica el “peseteo” dilatando la negociación colectiva de manera exagerada. Hay casos en tiendas por departamentos por ejemplo, donde la negociación de un año no termina y empieza otra nueva. Así se acumulan los pliegos de 2020, 2021, 2022 y 2023.
Otro ejemplo es el de las huelgas. Con la legislación de los años 70s se reconocían como legales diversos tipos de huelgas, que además son habituales en el repertorio sindical internacional. La huelga por turnos o secciones, brazos caídos, huelga de solidaridad o incluso una huelga con toma de local cuando la empresa amenazaba con retirar máquinas para cerrar la fábrica (el caso Cromotex se desarrolla en este marco normativo). Nuevamente, los empresarios consideraban que la norma era muy permisiva.
Fujimori cambia esta situación y reduce el número de huelgas legales a solamente una. En la actualidad, los trabajadores peruanos solamente pueden hacer huelga en el marco de la negociación colectiva, todos los trabajadores afiliados al sindicato y fuera del centro laboral. Además que la huelga está sometida a un doble control, que primero la declara procedente y luego legal. En otros países de la región no existen dichas limitaciones.
Estas medidas redujeron desde entonces el número de negociaciones colectivas y las huelgas en el país. Las normas fujimoristas apuntaban claramente a modificar el rol del Estado como regulador de las relaciones laborales, dando prioridad a los intereses del capital por sobre los derechos de los trabajadores.
Sin embargo, procesos de reforma laboral similares se han desarrollado en otros países, por ejemplo muy temprano en los 70s con la dictadura de Pinochet. También en Argentina con el gobierno de Menem en los 90s. América latina ha atravesado procesos más o menos similares, como el cambio de la matriz productiva al abandonar los proyectos desarrollistas, asimismo cambios legales para desregular el mercado de trabajo y colocar en un lugar central la flexibilidad laboral. En la región estos cambios también vinieron acompañados de políticas represivas contra el movimiento sindical.
Luego, durante el presente siglo, en los países de la región se han registrado diferentes procesos de “revitalización sindical” que en mayor o menor medida han significado algún nivel de recuperación del actor sindical en la disputa laboral y el escenario político.
Pero no en nuestro país. En el Perú, los cambios estructurales y la política laboral restrictiva no fueron resueltos ni superados por la democracia o el movimiento sindical. No hemos tenido procesos de revitalización sindical que hayan recolocado al sindicalismo como un actor eficaz en el debate público. Al contrario, en los años siguientes a Fujimori, la tasa de sindicalización se mantuvo muy baja y el movimiento sindical permaneció débil e incapaz de revertir los cambios normativos introducidos.
¿Cómo explicar la actual situación del empleo marcado por la precariedad laboral y los bajos salarios? Y más precisamente ¿cómo explicar la debilidad del sindicalismo peruano luego de dos décadas y media de terminado el régimen fujimorista?
No basta aludir a los cambios estructurales o a la política neoliberal en sí misma. Para apuntar hacia unas respuestas tentativas, nos vamos a apoyar en el concepto de “clase como proceso y relación”, tomado del trabajo de Ellen Meiksins Wood.
En esta perspectiva, la clase obrera no es un producto mecánico de la formación social capitalista, sino el resultado de los procesos de conflictos y luchas desde los cuales se desarrollan formas de organización y sobre todo conciencia de clase. Es decir, la capacidad que tiene un sector social para entender su lugar en las relaciones sociales y desde allí, identificar aquellos intereses que son convenientes para su desarrollo integral.
Desde allí podemos entender al gobierno militar de los años 70s del siglo como el momento en que se establecen las condiciones para un proceso de organización de la clase obrera en el país. Velasco, con su proyecto de reforma agraria, industrialización y participación de los trabajadores en la gestión de las empresas a través de la Ley de la Comunidad Industrial, facilitó el surgimiento de una clase obrera industrial que, por primera vez, tuvo un papel protagónico en la vida política y económica del país. La intervención estatal en la regulación de las relaciones laborales y la expansión del empleo formal generaron las condiciones materiales para la organización sindical masiva, promoviendo un proceso de “formación de clase” en términos de Meiksins Wood: una clase no sólo como una posición estructural dentro del capitalismo, sino como una “relación social” moldeada por las luchas políticas y económicas.
La llegada de Francisco Morales Bermúdez en 1975 marca una inflexión. El intento de retrotraer las reformas de Velasco llevó a la radicalización de los trabajadores, quienes a través de las huelgas nacionales de 1977 y 1978 no solo lucharon por sus demandas inmediatas, sino que comenzaron a desarrollar una “conciencia de clase” más amplia, articulada en torno a la oposición a la contrarreforma y la defensa de los derechos ganados en la etapa anterior. Este proceso es un ejemplo de lo que Meiksins Wood llama la “relación de clase en desarrollo”, donde la conciencia de clase no es simplemente la identidad de los trabajadores como una categoría económica, sino el resultado de sus luchas contra las estructuras de dominación del capital.
Este avance fue duramente respondido por el Estado y un sector del empresariado nacional. La represión estatal, con despidos masivos y la desarticulación de sus liderazgos, detuvo el desarrollo de las organizaciones laborales y sus diversas corrientes. A medida que los años 80 avanzaron, los efectos de la represión, la crisis económica y el conflicto armado interno, fragmentaron a los trabajadores, debilitando la organización sindical y erosionando su capacidad de acción colectiva.
La década de los 80 fue testigo de un proceso de “desorganización de la clase obrera”. Las reformas pro mercado iniciadas por Fernando Belaúnde y profundizadas por Alan García, junto con la creciente informalización del empleo y la expansión de la economía informal, redujeron significativamente la base material sobre la cual los trabajadores podían organizarse. Esta desorganización, en términos marxistas, no sólo significó la fragmentación del movimiento sindical, sino también la “pérdida de conciencia de clase”. Sin una estructura organizativa sólida y sin una dirección sindical clara, los trabajadores perdieron la capacidad de reconocer sus intereses de clase y de actuar colectivamente en defensa de los mismos.
Fujimori y la ofensiva del capital
La llegada de Alberto Fujimori en 1990 representó la respuesta del capital para revertir las condiciones estructurales que hicieron posible la conciencia de clase desarrollada en los años 70. Las reformas neoliberales de Fujimori—la flexibilización laboral, la privatización de empresas públicas, y la represión a los sindicatos—fueron mecanismos para consolidar la hegemonía del capital y destruir los resquicios de organización obrera que aún quedaban. Estas reformas no solo precarizaron el trabajo, sino que también desmantelaron las bases materiales y políticas que sustentaban la conciencia de clase.
En este sentido, Fujimori no inició la fragmentación de la clase obrera, pero profundizó las condiciones que la debilitaban. En términos de Meiksins Wood, las relaciones de clase que se habían consolidado en el periodo de Velasco fueron progresivamente destruidas, y el proceso de clase en los años 90 se convirtió en una lucha individual por la supervivencia, más que en una lucha colectiva contra el capital.
Desde el gobierno de Fujimori, aunque persisten las “formaciones de clase” y continúan las luchas de los trabajadores, estas solo producen “fragmentos de conciencia de clase”. La informalidad y la precarización del trabajo, junto con la ausencia de una estructura sindical fuerte, han limitado la capacidad de los trabajadores para desarrollar una conciencia de clase coherente. Por esta razón, el sindicalismo peruano aparece distorsionado para el resto de la sociedad. Los sectores mejor organizados logran resultados parciales y fragmentados, centrados en demandas específicas y aisladas, más que en una confrontación general contra las condiciones estructurales del capitalismo. Mientras que un mayor número de trabajadores semi precarizados que logra organizarse sindicalmente es sistemáticamente golpeado y generalmente derrotado.
Finalmente, la principal victoria del fujimorismo ha sido sembrar en los jóvenes asalariados el sueño de convertirse en emprendedores.
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