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La falsa formalidad




Vencido el gobierno Nazi y tras haberse puesto fin a la crueldad de la Segunda Guerra Mundial, los países integrantes de la Asamblea de las Naciones Unidas comprometieron a sus gobiernos a velar de ahí en adelante por los derechos humanos establecidos en la Declaración Universal (1948). También se comprometieron a cumplir con los estándares que los derechos traían consigo en ámbitos como la educación o la salud, a la vez que se mantendrían revisando y enriqueciendo el listado de derechos humanos que toda democracia supone defender.


Sumado a ello, Estados Unidos y sus países aliados, con el nuestro en primera fila, fundaron la Organización de Estados Americanos (1948), la cual fundamentó la creación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (1979) para comenzar a poner fin a la pobreza y abusos de gobiernos.


El año 1968, los protagonistas del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, quisieron acelerar el proceso y reconfiguraron la estructura social del país, que devino en la necesidad de una nueva Constitución política, que se creó en 1980. Tras la crisis mundial que se enredó en el Perú con el Conflicto Armado e impactos climáticos, nuestra bancarrota económica nos colocó a años luz de tales estándares. Para salir de la caos, Alberto Fujimori, planteó la necesidad de una nueva Constitución, económicamente liberal, y aplicó la fórmula del FMI para reducir los gastos públicos. Salvo que a diferencia del presidente argentino Javier Milei que hoy la esgrime, utilizó la bandera de los derechos humanos como un estilo de gobierno. Construyó colegios y postas médicas por todo el Perú, mantuvo presencia en la Amazonía, fomentó la educación bilingüe, creó el ministerio de la mujer, liberó el permiso para que se abrieran universidades privadas. Tras la develación de sus crímenes y actos de corrupción, la sociedad civil tomó la posta trabajando con el estado.


La mejora económica incentivó el entusiasmo por proyectos vinculados con la imagen del Perú hacia el exterior, a la par que se firmaban tratados de comercio que permitían solventar la mejora de los docentes escolares y los niveles de atención médica. La batuta de la defensa de los derechos pasó también al Lugar de la Memoria, a la Coordinadora Nacional, el Consejo de Educación, el Instituto de Estudios Peruanos y muchos otros centros dispuestos a aportar junto con fundaciones internacionales a terminar con la pobreza peruana y sus terribles formas de discriminación.


Pero en la última década y con el desorden político causado por el Congreso y el boicot fujimorista al Poder Ejecutivo, sabemos que cayeron en descuido y abandono porque el impacto de la pandemia COVID 19, evidenció el estado en el que se encontraban los servicios básicos públicos. Cuando la población se indignó, alimentada también por las campañas racistas contra el presidente Pedro Castillo, acusado rápidamente de corrupción, ocurrió que en las redes sociales y en los medios de comunicación se estableció que la defensa de los derechos humanos sería síntoma de una postura de izquierda que había que rechazar. Pues ciertos derechos humanos, vinculados a género, inclusión, acceso a servicios básicos de salud, alimentación, educación, fueron descritos por difusores de la economía neoliberal como responsabilidades que no corresponden al gobierno, sino a la familia.


La razón principal es el gasto público, solventado por los impuestos que paga la población que trabaja formalmente, las ganancias de las empresas formales, la compra y venta formal. La razón para reducirlo es que son los impuestos los que los solventan y hay que cuidar esos ingresos. En Argentina, como los gobiernos de izquierda solventaron los gastos en derechos no con los impuestos sino con préstamos, era necesario un reordenamiento. Era necesario. Sin embargo, las medidas de Milei se dirigieron directamente contra los comedores populares, la formación universitaria, la jubilación, el Ministerio de la Mujer.

En Perú, el país con menor gasto público de Sudamérica, la recaudación tributaria también es la menor.  La informalidad que se mantuvo durante décadas en poco menos del 60%[1] actualmente supera el 75%[2]. Y  con una falsa economía formal, que siempre encuentra cómo evitar pagar impuestos, ¿qué sentido puede tener anunciar que se debe reducir el gasto público? ¿Cuánto más podemos hacer? Ante esta crisis, la actual presidenta, desesperada por contener a todos los sectores que la presionan, ha optado por el endeudamiento, al mismo tiempo que ha planteado reducir el gasto en ministerios como el de la Mujer o el de Cultura, pero crear otro de Infraestructura, sector investigado por la fiscalía desde que el caso de Odebrecht develara la corrupción en la construcción de mayor magnitud.


Ese desorden y la pasividad de su gabinete respecto de los ingresos y el gasto público son resultado de un Congreso que como representa al país, representa los sectores económicos “formales”, informales y criminales, respaldándose en el desorden y desdén empoderado con discursos opuestos al reconocimiento de muchos derechos. 

Desde hace una década América Latina está cambiando, y la pandemia acentuó nuevos vínculos sociales y políticos. Nos encontramos en medio de diversos megaprocesos de migración, ante también diversas formas de controlar y poseer los medios de producción y comunicación, de negociaciones con grandes mercados propiedad de las potencias del capitalismo contemporáneo.


Necesitamos saber cómo país, dónde nos ubicamos, cómo conseguiremos los ingresos necesarios para detener el deterioro y cubrir la educación, salud, vivienda de las poblaciones que habitan nuestro territorio. Debemos demandar a los nuevos partidos políticos (son tantos) que levanten la cabeza, trasciendan el aislamiento producto del trabajo, la última tecnología y sus dispositivos, para que nos informen sobre en qué estado se encuentran realmente los pobres de cada región, cuáles son sus retos y necesidades.


En países como México, Colombia, Chile o Brasil, sus actuales gobernantes han conseguido poner a toda la sociedad en debate para salir de la pobreza y la informalidad sin necesidad de radicalizar las polarizaciones políticas precisamente apelando a los derechos humanos, los cuales han sido incorporados socialmente hasta llegar a permear las fuerzas del orden. En sentido inverso y sin haberlo previsto, desde que Alberto Fujimori, liberó de “trabas” la economía, preparó el terreno para una falsa formalidad o una formalidad, digamos, de baja calidad, productora de clientelajes, evasora de impuestos, que con los años ha facilitado que los actuales congresistas afines a tales prácticas, hayan alcanzado su curul, gracias a que se permiten bajos estándares para empoderarse económicamente y conseguir el control de su sector desde el Congreso de la nación.


Algunos ejemplos de falsa formalidad que han llevado al Estado: mantenemos la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu), pero ahora permitirá que las universidades privadas se acrediten una sola vez, si decaen o corrompen, ya no la necesitan. Los docentes escolares deben rendir una evaluación para asegurar su calidad, pero sin haber aprobado podrán retomar su labor en las escuelas; contamos con hospitales y centros de salud en todo el país, pero desabastecidos de  medicinas y maquinaria en buen estado; contamos con una Junta Nacional de Justicia para nombrar a los jueces, pero los nombrados no cuentan con el nivel profesional requerido; contamos una División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad, pero se busca desactivarla porque investigó a la Presidenta y a su familia. Mientras tanto, el gobierno aumentó en S/92 millones el presupuesto contra los conflictos sociales, y para combatir la minería ilegal solo pidió S/6,2 millones adicionales para este año.


La desenvuelta corrupción legislativa es el peor enemigo de nuestros derechos porque agota. Es tal la velocidad y cantidad de medidas que se han ido tomando a favor de la falsa formalidad y la ilegalidad, que la población que salía a protestar una y otra vez ha desistido. El gobierno no cesa en mostrarse indiferente y con apoyo de algunos medios de comunicación, tanto en televisión, radio como en las redes, se reduce a acusar a quien reclama de ser enemigo, incluso tras su muerte.


Dado que está mal defender nuestros derechos y denunciar a los corruptos, cada vez que la OEA o la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se manifiesta sobre los abusos que ocurren en el Perú, se alzan voces en Congreso que plantean retirarnos de la Convención de San José. Finalmente, el gobierno ha optado por ser indiferente y declarar que una organización extranjera no tiene poder jurídico sobre nuestro país.


Esa es la falsa formalidad que nos gobierna.

 

 


[1] Evolución Socioeconómica del Perú 1990-2010, del Centro Nacional de Planeamiento Estratégico −CEPLAN−.https://www2.congreso.gob.pe/sicr/cendocbib/con4_uibd.nsf/997DD9A6365FC18805257D8F0061B2CC/%24FILE/1_pdfsam_evolucionsocioeconomicadelperu.pdf

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