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La contundente pero superficial victoria de Trump y del movimiento cultural de derecha




La victoria de Donald Trump no fue una avalancha. Una avalancha fue la elección presidencial de 1932, cuando Franklin Delano Roosevelt ganó en 42 de los 48 estados y obtuvo el 57% del voto nacional.[1] Y más avalancha fue todavía la elección de 1936, cuando luego de poner en práctica soluciones a la gran depresión que muchos consideraron socialistas, Rooselvelt obtuvo el 60. 8% del voto nacional y ganó en 46 estados.[2] Si me remito a la historia, es porque hay que poner paños fríos a las victorias de la derecha para no contribuir a que el aluvión publicitario se vuelva un aluvión real. De todos modos, no se puede negar que Trump obtuvo una victoria contundente: aunque solo superó a Kamala Harris por un 1.5% en el voto nacional, ganó en cada uno de los 7 estados indecisos (Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Arizona, Nevada, Georgia y Carolina del Norte), que son los que deciden las elecciones disputadas, ya que el resto de los estados históricamente están comprometidos con un partido o con el otro. Ahora le toca a la izquierda reflexionar sobre por qué ganó Trump, sobre todo porque esta vez su populismo era demasiado fácil de desenmascarar.


En 2016, la candidatura del magnate se basaba en un retorno cultural conservador y un populismo económico centrado en grandes proyectos de infraestructura que darían empleos a millones. Trump cumplió con lo primero, pero no con lo segundo (como era de esperar). Y, en 2024, para hacer más evidente lo que ya de por sí es evidente, su campaña populista llegó de la mano de una gran proximidad a la élite económica. Elon Musk no solo financió su campaña con al menos 277 millones de dólares, sino que también participó activamente en ella y dio un discurso en el mitin del Madison Square Garden. ¿Cómo es posible que un expresidente billonario, tan abiertamente cercano a los billonarios, pueda arrebatarle parte del voto de los trabajadores a la candidata de un partido que históricamente ha defendido sus derechos?


Las causas de la victoria de Trump sobre Harris son múltiples y desarrollarlas ocuparía un libro de tres tomos. Por lo tanto, me concentraré solo en una o dos que trascienden la inmediatez. Al menos desde los tiempos de Bill Clinton, el Partido Demócrata se ha ido alejando de lo que los anglófonos llaman la clase trabajadora (working class). Así como Tony Blair con el Partido Laborista, Clinton condujo al Partido Demócrata hacia la fórmula del neoliberalismo progresista globalista. Esto implica apoyar, en lo económico, al capital sobre el trabajo, mientras se abren las fronteras al comercio; y secundar, en lo cultural, las luchas por los derechos de las diferentes minorías (negros, latinos, mujeres, grupos LGTBI, etc.). Otra manera de decirlo es que el Partido Demócrata cambió la política de clase por la política de la identidad o la política cultural. Se concentró en consolidar el neoliberalismo a escala global e intentar, en la medida de lo posible, que las identidades minoritarias pudiesen participar en él.


El neoliberalismo progresista fue la fórmula de consenso global durante la última década del siglo pasado y la primera del presente. El conservadurismo compasivo de George W. Bush no fue ni siquiera un paréntesis; fue, a lo sumo, un matiz, tal vez solo un eslogan de campaña. Sin embargo, en 2008, hubo una crisis financiera provocada por los grandes bancos que redujo fuertemente los salarios y el empleo de los ciudadanos de a pie. El Estado optó por salvar a los primeros y desentenderse de los segundos, demostrando así que el neoliberalismo es, en realidad, la competencia capitalista para los de abajo y el socialismo para los ricos.


 La izquierda, en ese contexto, no pudo o no supo consolidar una alternativa viable, y fue entonces que, en el mundo entero, cobraron mayor fuerza partidos nacionalistas y conservadores que prometían luchar contra el globalismo y la manera en que este sacrificaba a los trabajadores de la nación e imponía una cultura de muerte (progresista) a los virtuosos pueblos tradicionales. En los EE. UU., apareció en 2009 el Tea Party, un movimiento ultraliberal y conservador que empujó al Partido Republicano aún más hacia la derecha y que, en 2016, encontró en Donald Trump su candidato ideal. El Partido Republicano se convirtió entonces en un partido de derecha radical populista, con una agenda cultural hiperconservadora y con una política económica que, si bien rechazaba el globalismo, aceptaba el objetivo central del proyecto neoliberal: la redistribución hacia arriba.


El Partido Demócrata en EE. UU. tardó en entender que el juego se había terminado y reaccionó de manera tibia a los cambios en el mundo. El gobierno de Barack Obama prosiguió con el salvataje de los bancos iniciado por su antecesor, Bush. Su partido intensificó su progresismo cultural, acogiendo en su seno a la cultura woke (a la cultura de aquellos que han despertado a la realidad del racismo, el sexismo, la homofobia, etc.), pero con ello se alejó de la gente común, así como de la vieja tradición clasista. Se acercó a la posición del portavoz de una élite ilustrada que ahora condenaba a los seguidores de Trump como retrógradas y neofascistas, enemigos de la democracia.


Los demócratas dieron así la impresión de haber pasado de la lucha social a la educada defensa de las buenas costumbres democráticas y políticamente correctas. De allí que sus opositores en la derecha no tuvieran muchos problemas en autoproclamarse los verdaderos representantes del pueblo. ¿Lo eran? No, para ello habrían tenido que oponerse a la lucha de clases emprendida por las élites, pero compartían prejuicios culturales con la población y exhibían una rebeldía contestataria contra un progresismo que, según ellos, se había adueñado del Estado y los medios de comunicación.


No quiero decir con esto que el Partido Demócrata debería abandonar las luchas culturales. Sin duda, le convendría dejar de lado su esnobismo ilustrado y repensar algunas de sus luchas progresistas, sobre todo en lo que respecta a la cuestión trans. El estadounidense promedio puede apoyar la protección de los trans a través de legislación contra crímenes de odio, pero, en el fondo de su sentido común, rechaza que los seguros gubernamentales cubran los costos de las terapias o cirugías de las personas que desean asegurar en sus cuerpos el sexo de su elección. No obstante, el progresismo ha tenido efectos duraderos en la cultura norteamericana. Según una encuesta de Gallup, por ejemplo, el 69% de los estadounidenses apoya el matrimonio entre personas del mismo sexo, incluyendo un 46% de republicanos.[3] 


Hay que recordar que lo de Trump no fue una avalancha y que muy cerca de la mitad del país no quiso votar por él, en parte por miedo a que hiciera retroceder las conquistas progresistas. Pero para recuperar a la clase trabajadora, el Partido Demócrata tiene que retomar la política de clase en torno a la política económica. Después de todo, la economía fue el tema más importante en la elección de 2024.


A pesar de que el 64% de las mujeres piensan que el aborto debería ser legal en todos o en la mayoría de los casos, [4] y temen que Trump tratara de hacerlo cada vez más inaccesible, finalmente el 45% de ellas acabó votando por él porque estimaban que podía manejar mejor la economía (así como el problema inmigratorio y la política exterior). Además, si los demócratas no articulan la rabia popular contra el sistema económico, la derecha radical populista continuará redirigiéndola hacia la batalla cultural conservadora contra el progresismo.


En resumen, lo que necesita el Partido Demócrata es retomar la política de clases e insistir en su progresismo, pero separándolo de la cultura woke. Como lo dijo recientemente Obama, hay que armar campañas no solo para los woke (los despertados), sino para los awakening (en proceso de despertar).


Dicho esto, es poco probable que el Partido Demócrata retorne a la política de clase, dado el vínculo de sus más altos dirigentes con el gran capital y sus suculentas donaciones. Pero, aún si se animaran a atentar contra sus propios bolsillos, les seguiría siendo difícil vencer a tipos como Trump. Como lo observa Rob Flaherty, uno de los administradores de la campaña de Kamala Harris: “Las campañas, en más de un sentido, son marqueteros de la última milla que existen en un terreno enmarcado por la cultura; y las instituciones a través de las cuales los demócratas han tenido la habilidad de influenciar la cultura están perdiendo relevancia. No obtienes un cambio nacional de ocho puntos hacia la derecha sin haber perdido la cultura.” [5] 


Flaherty se refiere a que, independientemente de los aciertos y desaciertos de la campaña de Harris, ha habido en EE. UU. un giro cultural hacia la derecha. Más lejos de ser espontáneo, este giro es producto de un largo y paciente trabajo de think tanks ultraliberales, movimientos pancristianos, asociaciones de veteranos militares e influencers que se han apropiado de la obra de Antonio Gramsci para emprender la lucha por la hegemonía a través de las redes sociales.

Al inicio del siglo XXI, Michael Hardt y Antonio Negri se sirvieron del término multitud para aludir a un nuevo sujeto político de izquierda compuesto por múltiples singularidades que actúan en red, sin un centro organizador, y que sacan provecho de las nuevas posibilidades del mundo digital. No previeron que tal estructura “anárquica” podía existir también en la derecha, ni que sería esta la que acabaría destacando en el ciberactivismo.


Si lo expuesto sobre la cultura puede resultar depresivo o intimidante, hay que recordar, una vez más, que lo de Trump no fue una avalancha. También es importante resaltar que este giro cultural no es irreversible y que quizás no sea muy profundo. En la elección de 2016, más de una de cada diez personas que votaron en las primarias del Partido Demócrata por el “socialismo democrático” de Bernie Sanders acabaron votando en las elecciones generales por Trump. Es más, Joe Rogan, la estrella del podcast más grande del mundo, comentó en 2020 que iba a votar por Sanders, pero como este no fue elegido como candidato demócrata, declaró que iba a votar por Trump. Lo cual hizo también en 2024, luego de entrevistarlo durante casi tres horas.


De esto se podría pensar que, mucho más profundo que el giro cultural, está la rabia muda contra el neoliberalismo. Y que, más que haberse desplazado a la derecha, la gente común se identifica con quienes parecen más molestos con el status quo. Asimismo, se podría pensar que, si bien existe una reacción contra algunos “delirios” del progresismo, el cambio cultural se debe sobre todo a que la ultraderecha ha sabido acoger la rabia contra el sistema económico y redirigirla contra la inmigración y la “ideología de género”. Como lo señalan Davidson y Saull, la derecha radical populista es “una oposición interna” o un tubo de escape a la rabia, inseguridad y sufrimiento desde adentro del universo político-económico neoliberal.[6]


Con todo, la solución de la derecha es frágil porque se desentiende de la contradicción principal del neoliberalismo: que la “libertad” del homo economicus se paga con el deterioro de la gente común. Pero que sea frágil no quiere decir que caerá mañana ni que caerá sola. Hay que hacerla caer. Para ello, no basta con un golpe de timón del Partido Demócrata; se requiere un redoble del esfuerzo de activistas, ciberactivistas y todo tipo de individuos y organizaciones de izquierda. Se necesitaría que todos ellos se atrevieran a repolitizar la economía y a refinar su progresismo para entrar de lleno y de otra manera en la batalla cultural. Esto último implica abandonar el esnobismo ilustrado, tomar en serio los argumentos de la derecha, procesarlos dialécticamente y urdir respuestas inteligibles para las mayorías.

He estado hablando de los Estados Unidos, pero he querido que mis palabras resuenen más allá de ese país. El triunfo de Trump y el ascenso de la ultraderecha obligan a la izquierda en todo el mundo a reinventarse, si es que de verdad quiere evitar la barbarie. Esto no solo le corresponde a los líderes, sino también a todos nosotros. Por lo tanto, le dejo a los lectores de izquierda un pequeño test de tres preguntas al estilo de las revistas de moda. ¿Se atreve usted a decir en público que no podemos abandonar la lucha de clases porque los de arriba no han dejado de luchar? ¿Puede usted escuchar a un ultraderechista en YouTube por más de tres minutos sin emitir un “Psst” y pasar a otra cosa? ¿Y sabe usted cómo responder a un influencer como Agustín Laje cuando afirma que la vida comienza en la concepción y que se debería extender al feto el principio liberal del respeto irrestricto del proyecto de vida?

 


[6] N. Davidson y R, Saull  (2017). Neoliberalism and the Far-Right: A Contradictory Embrace. Critical Sociology, 43(4-5). https://doi.org/10.1177/0896920516671180. Pag. 714,

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