La carta de Monseñor Romero que Carter nunca respondió
El 17 de febrero de 1980, Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, escribió una carta dirigida al presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter. La misiva, enmarcada en un contexto de creciente represión y violencia en El Salvador, no solo es un llamado al respeto de los derechos humanos, sino también un testimonio contundente de la situación que vivía el país en aquel momento. Sin embargo, esta carta nunca recibió una respuesta oficial por parte del mandatario estadounidense, lo que marcó un capítulo crucial en la historia de las relaciones entre ambos países y dejó al descubierto las tensiones entre la política exterior de Estados Unidos y la realidad latinoamericana.
El contexto de la carta
En 1980, El Salvador se encontraba al borde de una guerra civil que habría de prolongarse durante 12 años. La sociedad salvadoreña vivía sumida en una crisis política y económica que exacerbaba la desigualdad social y la violencia estatal. La dictadura militar, sostenida por una élite oligárquica, enfrentaba un creciente movimiento popular que exigía justicia social y derechos humanos.
La Junta Revolucionaria de Gobierno, formada en 1979 tras un golpe de Estado que prometía reformas democráticas, rápidamente demostró ser incapaz de controlar las acciones represivas de las fuerzas de seguridad. Los cuerpos militares y paramilitares intensificaron una campaña de persecución contra líderes campesinos, sindicales, estudiantiles y religiosos que denunciaban las condiciones de opresión.
Por su parte, los Estados Unidos, bajo el gobierno de Jimmy Carter, seguían aplicando su política de contención del comunismo en América Latina. Washington veía en los movimientos populares salvadoreños una amenaza potencial de alinearse con los bloques socialistas, como había sucedido en Nicaragua con la Revolución Sandinista. Esta perspectiva llevó al gobierno estadounidense a considerar el envío de apoyo económico y militar al régimen salvadoreño, a pesar de las evidencias de violaciones sistemáticas de derechos humanos.
Monseñor Romero: voz de los oprimidos
En este escenario, Monseñor Romero emergió como una figura clave. Desde el púlpito, denunciaba semanalmente las atrocidades cometidas contra el pueblo salvadoreño, convirtiéndose en la voz de quienes no tenían cómo defenderse. Sus homilías eran una mezcla de esperanza y denuncia, y llegaron a ser escuchadas incluso fuera del país.
La carta a Jimmy Carter refleja la preocupación de Romero por las consecuencias devastadoras del apoyo militar estadounidense a la junta salvadoreña. En su misiva, el arzobispo cuestiona el compromiso del presidente con los derechos humanos, apelando tanto a su fe cristiana como a los principios democráticos de su gobierno. Romero advirtió que la ayuda militar no solo fortalecería a las fuerzas represivas, sino que aumentaría el sufrimiento del pueblo salvadoreño.
Los señalamientos de Romero a Carter
En su carta, Monseñor Romero expresó directamente que la ayuda militar no haría más que agravar la injusticia y la violencia en el país. También señaló cómo la Junta de Gobierno estaba subordinada al poder de militares inescrupulosos, quienes actuaban en beneficio de la oligarquía y en detrimento de los derechos fundamentales de la población.
La petición de Romero era clara: prohibir cualquier apoyo militar al régimen salvadoreño y garantizar que Estados Unidos no interfiriera en la autodeterminación del pueblo salvadoreño. El arzobispo también recordó el compromiso de los obispos latinoamericanos con la legítima autodeterminación de sus pueblos, tal como fue establecido en la Conferencia de Puebla en 1979.
La falta de respuesta y sus consecuencias
Jimmy Carter no respondió a la carta de Monseñor Romero, y pocos días después de haberla enviado, el arzobispo fue asesinado mientras oficiaba misa el 24 de marzo de 1980. Su muerte conmocionó al mundo y simbolizó la brutalidad del régimen salvadoreño. A pesar de las advertencias de Romero, Estados Unidos continuó proporcionando apoyo militar al gobierno salvadoreño, contribuyendo al escalamiento de la guerra civil que dejó más de 75,000 muertos y miles de desaparecidos.
Hoy, la carta de Monseñor Romero es recordada como un testamento de su valentía y compromiso con los derechos humanos. Es un documento histórico que evidencia cómo los intereses geopolíticos prevalecieron sobre las vidas de miles de personas. Romero, canonizado en 2018 como San Óscar Romero, sigue siendo un símbolo de justicia y resistencia para El Salvador y el mundo.
La carta a Carter
San Salvador 17 de febrero de 1980
Su Excelencia
El Presidente de los Estados UnidosSr. Jimmy Carter
Estimado señor presidente:
En los últimos días han aparecido en la prensa nacional noticias que me preocupan mucho. Según los informes, su gobierno está estudiando la posibilidad de brindar apoyo y asistencia económica y militar a la actual junta de gobierno.
Porque usted es cristiano y porque ha demostrado que quiere defender los derechos humanos, me atrevo a exponerle mi punto de vista pastoral sobre esta noticia y a hacerle una petición específica.
Me preocupa mucho la noticia de que el gobierno de los Estados Unidos está planeando impulsar la carrera armamentista en El Salvador enviando equipo militar y asesores para “entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia”. Si esta información de los periódicos es correcta, en lugar de promover mayor justicia y paz en El Salvador, la contribución de su gobierno sin duda agudizará la injusticia y la represión infligida al pueblo organizado, cuya lucha ha sido muchas veces por el respeto a sus derechos humanos más básicos.
Lamentablemente, la actual Junta de Gobierno y, en especial, las Fuerzas Armadas y de Seguridad no han demostrado su capacidad para resolver en la práctica los graves problemas políticos y estructurales del país. En su mayoría, han recurrido a la violencia represiva, produciendo un total de muertos y heridos muy superior al del régimen militar anterior, cuya violación sistemática de los derechos humanos fue denunciada por el Comité Interamericano de Derechos Humanos.
La forma brutal en que las fuerzas de seguridad desalojaron y asesinaron recientemente a los ocupantes de la sede del Partido Demócrata Cristiano, aun cuando la junta y el partido aparentemente no autorizaron el operativo, es una indicación de que la junta y la democracia cristiana no gobiernan el país, sino que el poder político está en manos de militares inescrupulosos que sólo saben reprimir al pueblo y promover los intereses de la oligarquía salvadoreña.
Si bien es cierto que en noviembre pasado “un grupo de seis norteamericanos estuvo en El Salvador… suministrando máscaras de gas y chalecos antibalas por valor de 200.000 dólares e instruyendo sobre su uso contra los manifestantes”, se les debe informar que es evidente desde entonces que las fuerzas de seguridad, con mayor protección personal y eficiencia, han reprimido al pueblo aún más violentamente utilizando armas letales.
Por eso, dado que como salvadoreño y como arzobispo de la Arquidiócesis de San Salvador, tengo la obligación de hacer que la fe y la justicia reinen en mi país, les pregunto a ustedes, si verdaderamente quieren defender los derechos humanos:
prohibir la concesión de esta ayuda militar al gobierno salvadoreño;
Garantizar que su gobierno no intervendrá directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas o de otra índole para determinar el destino del pueblo salvadoreño.
En estos momentos vivimos una grave crisis económica y política en nuestro país, pero lo cierto es que cada vez más es el pueblo el que está despertando y organizándose y ha comenzado a prepararse para gestionar y ser responsable del futuro de El Salvador, pues sólo ellos son capaces de salir de la crisis.
Sería injusto y deplorable que la intrusión de potencias extranjeras frustrara al pueblo salvadoreño, lo reprimiera y bloqueara sus decisiones autónomas sobre el camino económico y político que debe seguir nuestro país. Se violaría un derecho que los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla reconocimos públicamente cuando dijimos: “La legítima autodeterminación de nuestros pueblos, que les permite organizarse según su propio genio y la marcha de su historia y cooperar en un nuevo orden internacional” (Puebla, 505).
Espero que sus sentimientos religiosos y su sentimiento de defensa de los derechos humanos le muevan a aceptar mi petición, evitando con esta acción un mayor derramamiento de sangre en este sufrido país.
Atentamente,
Monseñor Oscar A. Romero
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