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La caja de Pandora



Ya no me gusta escribir sobre política peruana. No es que no me importe. Al contrario, me importa demasiado para verla como está, tan devaluada que ni siquiera ofrece temas serios para el debate. Hace tiempo que el modelo económico, el modelo de Estado, la nación y la sociedad, o la ruta hacia el desarrollo, fueron expulsados de la agenda política. ¿Qué tendría que comentar? ¿Que hace unas semanas salió a la luz una supuesta red de prostitución que opera en el Congreso y que una supuesta trabajadora sexual fue acribillada sabe Dios por cuál mafia relacionada a la alta -o más bien debería decir a la baja- política porque sabía demasiado y amenazaba con hablar si no le hacían o corregían unas operaciones estéticas? 


Por eso, últimamente, he tratado temas más filosóficos o internacionales pero siempre vinculados con la política. He escrito sobre Enrique Dussel y las teorías poscoloniales, mis cercanías y lejanías con sus puntos de vista, he disertado acerca de la elección de Donald Trump y sus repercusiones mundiales, acerca de la lucha entre conservadores y progresistas la que, por cierto, cuenta con su particular edición peruana. Y así, sobre otros temas como las guerras en Israel y Ucrania, sobre cuánto defendemos realmente la democracia ante la dictadura de Nicolás Maduro, y cuánto nos sigue realmente importando, a estas alturas, esa cosa amorfa que contiene un sistema de derechos y deberes fundamentales que hasta hace unas décadas parecía innegociable pero que ya no lo es más. 


Sucedió que hace más o menos veinte años, a cierta versión del  progresismo comenzó a parecerle discriminatoria la universalidad de los derechos fundamentales. Desde esa mirada todo es posible: la guerra de los sexos, de las razas, de todos contra todos, todos contra todas y todos contra todas y contra todes y así ad infinitum. A su turno, en Europa, los conservadores se volcaron al fascismo —o casi— y perdieron el miedo a decir lo que les enseñaron que era políticamente incorrecto. Desde entonces sueñan con legiones de Fasci di combattimento para restaurar el viejo orden perdido, la vieja nacionalidad agraviada y con expulsar, más allá del Mediterráneo, a todo lo que pudiese situarse fuera de coordenadas tradicionales -étnicas y culturales- que creíamos haber superado hacía décadas, más sencillo: quieren expulsar todo lo que no se les parece.  

A la reforma del Estado le antecede una guerra. A los reformistas, si acaso llegasen al poder el 2026, les espera una guerra contra los poderes fácticos, contra los beneficiarios y leales defensores de la cacocracia, que se cuentan por millones. No nos equivoquemos, en el Perú, la corrupción es el sistema.

Algo de esto sucede en el Perú, pero se le superpone la cacocracia, el gobierno de los peores y malvados, con poquísimas excepciones que no hacen ninguna diferencia. Hasta 2016 o 2018, ya no lo sé bien, nuestra democracia mantenía aún las formas. Y las formas son importantes pues llega un punto en el que te estrellas con una ley que además es consuetudinaria y de la que no te puedes librar así te la quieras tirar abajo de un combazo.


En el Perú, la cuestión de los cuellos blancos del puerto obligó a la clase política a renunciar a las formas democráticas que todavía se mantenían en pie. No había modo, la mayor parte de ella estaba comprometida en el escándalo, tenía que defender abiertamente sus intereses, salvar sus propias cabezas, o asistir a una liquidación histórica siempre utópica y lejana. Al contrario, a nuestra caterva política solo le faltaba cruzar el último Rubicón, ese que conduce del pantano al fango, a la arena movediza de la abierta defensa de intereses vedados, al beneficio de unos pocos en abierto y descarado desmedro del Estado y de la sociedad. 


Y así ocurrió, y del golpe de los cuellos blancos se recuperaron pronto. Se levantaron de repente y constataron que se encontraban en otra posición, en una posición mejor. Ya no había que aparentar, que guardar las mínimas formas vinculadas a las costumbres de la democracia y el Estado de derecho. Constataron que cualquier cosa, pero cualquier cosa, podía conseguirse con los votos congresales suficientes y negociando bajo la mesa y resulta que los tenían. ¡Listo!


Al mismo tiempo, la ciudadanía se aburrió, asumió su derrota, la asimiló, apoyaron a más no poder la lucha contra los cuellos blancos, contra la mafia de Odebrecht y sus responsables pero comprendieron, con absoluta razón, que no había manera de derrotar a los poderes fácticos, que todo no había sido más que un sueño de opio. Entonces se cambió la estrategia de lucha por la huida, 600.000 peruanos partieron al exterior solo este año, 57% desea hacerlo. 


Ya no se trata de luchar por tomar el barco, se trata de abandonarlo porque se hundirá en el fango, inexorablemente, si apenas queda a flote su otrora pletórico mástil principal. ¿Lo recuerdan?  ya cruzamos el último Rubicón, aunque quién sabe, talvez el futuro nos contradiga y nos muestre, inclusive, la podredumbre que anida y se reproduce bajo el fango.  


La leyenda de la caja de Pandora nos cuenta de un recipiente que contenía todos los males del mundo y que fue abierto por la primera mujer, Pandora, liberándolos, en otro Génesis -distinto pero similar al de la Eva del Antiguo Testamento- que también responsabiliza a la mujer de todas las desgracias de la humanidad. Pero la leyenda señala que la caja contiene en el fondo a la esperanza, su único bien, el que Pandora pudo atesorar cerrando la caja con esta aún dentro.

 

Nuestra esperanza, mientras nos hundimos en el fango, solo podría ser que súbitamente aparezca una nueva clase política que cope el Congreso y el Ejecutivo. Una clase política honesta, o medianamente honesta, o mayoritariamente honesta y que tome decisiones al más alto nivel para que la sociedad civil, a través de interlocutores validos e instituciones esterilizadas de cualquier corrupción infecciosa, comience a construir un estado-nación funcional, democrático, que recoja y aplique todos los derechos fundamentales contenidos en los preámbulos de todas las constituciones democráticas del planeta y que no me cansaré en repetir esta vez.


En el caso del Perú, se tiene que empezar por igualar -hacia arriba- los servicios del Estado, elevando cualitativa y cuantitativamente su calidad, y diseminándolos, por fin, a las zonas rurales, a las provincias, a los distritos, en fin, a todo el país, que sea lo mismo en todo el Perú y que garantice el desarrollo de toda la ciudadanía. 


Pero a la reforma del Estado le antecede una guerra. A los reformistas, si acaso llegasen al poder el 2026, les espera una guerra contra los poderes fácticos, contra los beneficiarios y leales defensores de la cacocracia, que se cuentan por millones. No nos equivoquemos, en el Perú, la corrupción es el sistema. 


Una película argentina estrenada en 2002, de las buenas películas que con frecuencia nos regalan los argentinos, se llama Kamchatka, en alusión a un popular juego de mesa que a su vez se llama Risk. Kamchatka es el lugar en el que te parapetas para resistir cuando el resto del mundo ha sido tomado por un enemigo que te persigue y ataca. Pues esas son las condiciones en las que empezará la guerra por la institucionalización del Perú si una clase política, utopista y valiente, que ni siquiera sabemos si existe, llegase al poder el 2026. 


En todo caso, para entonces tendremos más de 50 candidatos, busquemos a ver por ahí, si acaso. Feliz 2025, que sea próspero … 


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