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Fujimori: la podredumbre de nuestro presente




Alberto Fujimori murió en su ley: mintiendo. Según relata un reporte de Hildebrandt en sus trece, el miércoles 4 de septiembre una reportera radial lo vio salir de la clínica a la que había acudido para su tratamiento oncológico (sería el último). La reportera le preguntó a qué había ido y él respondió que a hacerse una tomografía de rutina. Nada de qué preocuparse. Todo bien por acá.  Una semana después estaba muerto. Fujimori, quien tantas veces convirtió su enfermedad en un espectáculo de tosco patetismo, eligió ocultar su estado cuando le resultaba más ventajoso, o al menos cuando no vio ganancia en revelarlo.


Es una anécdota tan buena como cualquier otra para pensar la herencia que le deja al país. A lo largo de tres décadas y media, Fujimori y el fujimorismo han significado la entronización de la engañifa y la pendejada, el bacalao y la yuca, la mentira ventajista y el descarado flim-flam. No es que haya inventado ninguna de tales cosas, que sin duda lo preceden y persistirán cuando por fin se borre su impronta; es que con él se convirtieron en operaciones fundamentales y necesarias no solo de la política, sino de la vida social en el sentido más extenso. Gracias en buena medida a Fujimori y al fujimorismo, hoy todo aquello es condición de nuestra cotidianeidad, estilo ineludible de lo peruano, un ácido que corroe los tejidos de nuestra existencia colectiva y la condena al marasmo.


Sus admiradores y apologistas aducen que el Perú le debe a Fujimori principalmente dos cosas: la derrota de Sendero Luminoso y la reorientación de la economía tras la debacle del segundo gobierno aprista. Lo han repetido mil veces en estos días, y sin duda lo repetirán mucho más. Yo creo que ambas deudas son, como mínimo, discutibles.


La derrota de Sendero Luminoso no fue realmente el resultado de ninguna política que Fujimori y Montesinos hayan diseñado, sino de un trabajo de inteligencia policial previo a su captura del poder, el cual ellos de hecho buscaron obstaculizar por muchos medios, por razones de celos y control burocrático. Fujimori y Montesinos se atribuyeron esa victoria del Estado peruano y consiguieron sacarle provecho propagandístico, pero eso no significa que el mérito o la responsabilidad hayan sido suyos.


La responsabilidad que indudablemente sí les corresponde es la de tácticas de horror y de escasa eficacia, como las ejecuciones extrajudiciales y otros crímenes de lesa humanidad por los que fueron juzgados y encontrados culpables, y una estrategia de guerra sucia por la que se pagó un alto precio en sufrimiento y vidas humanas, y que continúa teniendo costosas reverberaciones en la vida nacional.


De otro lado, el gobierno de Fujimori contuvo la crisis hiperinflacionaria que heredó de su desastroso predecesor, Alan García, pero también la usó como excusa para imponer reformas estructurales no directamente relacionadas con ese propósito. Fueron reformas dictadas por premisas ideológicas y por los reclamos de una clase empresarial y financiera cuyo interés estuvo sobre todo en la captura de bienes públicos, el acceso sin impedimentos a la explotación del territorio y la “flexibilización” de los regímenes laborales (es decir, una mayor libertad para explotar a sus trabajadores).


Lo cierto es que, en 10 años de gobierno autoritario y administración sin ataduras, Fujimori logró todo eso, pero no redujo la pobreza en el Perú y presidió tan solo sobre relativamente breves periodos de crecimiento; la verdadera reducción de la pobreza y un crecimiento más genuinamente sostenido se dieron después de que cayó su gobierno.


Se podría suponer que las reformas de los años 90—es decir, la implantación de un modelo descarnadamente neoliberal, a sangre y fuego cuando fue necesario—sembraron las semillas de una mayor prosperidad para el Perú, y que la cosecha llegó más tarde. Pero también eso se puede discutir. Dejo los detalles de ese debate para otra ocasión. Aquí solo diré que, en líneas muy generales, el vínculo entre “el modelo”, el crecimiento y la reducción de la pobreza no es tan mecánico como con frecuencia se asume (o como afirma la propaganda del capital y sus operadores).


Países de la región que estructuraron su economía de una manera muy distinta, como Bolivia, crecieron y redujeron sus niveles de pobreza en grados comparables. Países que siguieron recetas similares a la peruana crecieron mucho menos y redujeron la pobreza a un ritmo mucho más lento, como Colombia. El dato clave no es “el modelo”, sino algo más contextual y circunstancial: el posicionamiento de los países ante el largo auge de las exportaciones minerales en ese periodo, un auge que hace rato ha terminado sin dejarle al Perú la prosperidad supuestamente sostenible que se anunciaba.


Lo verdaderamente importante al evaluar el legado de Alberto Fujimori, en todo caso,  no es tanto la discutible legitimidad de los logros que se le atribuyen, sino la naturaleza de lo que se pretende justificar con esas atribuciones. En los discursos peruanos al uso, afirmaciones como “Fujimori derrotó al terrorismo” y “Fujimori reformó la economía” tienen un corolario que por lo general permanece inexpresado, tácito, pero está siempre presente: “y nada más importa”.


Fujimori, Montesinos y sus aliados de los años 90 construyeron un proyecto político cuyo objetivo principal, y probablemente exclusivo, fue el saqueo de las arcas públicas y el aprovechamiento del aparato estatal para el enriquecimiento privado. Para llevarlo a cabo, corrompieron activamente todas las estructuras de la gobernanza republicana, todos los poderes, todas las instituciones, y en ese trámite vaciaron de contenido moral todos los espacios de acción colectiva. Nuevamente, no es que inventaran ese vaciamiento; es que lo naturalizaron, convirtiéndolo en nuestra forma casi excluyente de hacer política y de vivir en sociedad. Y sus herederos, que son muchos, continúan haciéndolo.


A Fujimori y al fujimorismo es necesario atribuirles también—junto a los horrorosos crímenes de lesa humanidad que cometieron y los casos puntuales de corrupción que ya se les han demostrado, y los que se les demostrarán—las podredumbres de nuestro presente. Incluso quienes le reconocen virtudes a la dictadura que Alberto Fujimori encabezó en los años 90 tendrían que estar obligados a reconocer que las raíces de lo que es hoy el Perú se hunden en esa década, y que cualquier deuda que el país haya de tener con él debe incluir la actual debacle.


 La fragmentación de nuestro sistema político, descentrado y capturado por intereses ilegales y criminales, lleva su huella. La llevan también la informalización, ilegalización y criminalización de nuestro sistema productivo y el radical descontrol sobre los usos del territorio. El insondable deterioro moral de la policía y las fuerzas armadas, la proliferación de camarillas y bandas dedicadas a aprovechar sus recursos, su sumisión a intereses espurios y delincuenciales. La suciedad de nuestros discursos públicos y nuestros medios de comunicación, enchichecidos y basurizados y vendidos al peso a diario al mejor postor (que es el peor). El desorden brutal de nuestras agónicas ciudades, donde para vivir es necesario violentar una norma cada hora y donde la convivencia se entiende como una necesidad perentoria de ganarle al vecino. La fractura de nuestros vínculos de solidaridad, nuestra atomización, la forma salvaje de las vidas que hoy vivimos: todo eso, y más, es parte del legado de Alberto Fujimori. Todo eso es un logro del fujimorismo.


He escuchado decir más de una vez que hoy, en el Perú, todos somos fujimoristas. Es cierto al menos en este sentido: hoy todos vivimos en el país que Fujimori construyó y somos personas forjadas en su caldero. Toda esta podredumbre a nuestro alrededor: es lo que le debemos. Nuestra tarea es librarnos de su legado.

 

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