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El miedo en el Perú




En el Perú post-fujimorista, la ciudadanía salía a protestar y el Estado retrocedía. Así funciona una democracia: la protesta expresa un malestar, un desequilibrio, y su resolución pasa por la negociación de acuerdos. En febrero de 2002, el Arequipazo detuvo las privatizaciones. En junio de 2009, el Baguazo logró la derogación de la “Ley de la Selva”.


En noviembre de 2012, el Congazo frenó el proyecto Conga. En abril de 2015, las manifestaciones contra el proyecto Tía María lograron su suspensión. En diciembre de 2014, la movilización juvenil tumbó la “Ley Pulpín”. Y en noviembre de 2020, las protestas forzaron la renuncia de Manuel Merino.


Sin embargo, entre diciembre de 2022 y febrero de 2023, miles de peruanos salieron a las calles contra la instalación del régimen de Dina Boluarte, pero esta vez el Estado no retrocedió. Las fuerzas policiales y militares mataron a decenas de manifestantes en distintos lugares y momentos sin que el régimen diera un paso atrás. Prefirieron pagar el “costo social” de cometer masacres con tal de enviar un mensaje de obstinación. Sabían a lo que se enfrentaban. Lo había advertido un almirante convertido en congresista: “La vacancia de Castillo va a tener su cuota de sangre. Va a haber sangre, heridos y muertos”. Y no solo eso: en plena represión, cuando los muertos se acumulaban, voceros de la derecha pedían aún más “mano dura”. Consideraban que Boluarte era demasiado blanda, a pesar del reguero de cadáveres que dejaba a su paso.


Las democracias tienen líneas que no se cruzan. Matar manifestantes es propio de dictaduras. Por imperfecto que sea, el pacto social garantiza el derecho a la vida. La policía no dispara indiscriminadamente a transeúntes. Y si algunos manifestantes cometen actos vandálicos, la respuesta no puede ser la ejecución extrajudicial. Hay protocolos policiales para el control de disturbios, sobre los cuales abundan los ejemplos en el mundo. Pero en el Perú se asesinó a plena luz del día con el objetivo de infundir miedo. El mensaje era claro: la gente no tiene derechos fundamentales, ni siquiera el derecho a la vida, como en tiempos del Perú feudal, cuando los alzados eran torturados en cepos: fuiste esclavo, desciendes de esclavos y esclavo vuelves a ser.


El régimen impuso su dominio por el miedo. Una vez más, vencieron a todos, pero no convencieron a nadie. El instinto primario de supervivencia doblegó la protesta. Las movilizaciones prosperan cuando hay esperanza de victoria, pero el temor a la muerte y la futilidad de la lucha terminan por sofocar la resistencia. Los sacrificios de muchos fueron heroicos y su memoria inspirará futuras manifestaciones, pero hoy la protesta ya no es manifiesta, sino latente. La erosión del régimen vendrá más por sus propias contradicciones internas que por un levantamiento popular inmediato.


El miedo como mecanismo de opresión


Según la lectura de Kojève sobre Hegel[1], el ser humano no solo se relaciona con el mundo objetivo, sino también con otros seres humanos, lo que genera una lucha por el reconocimiento. En esta lucha, uno se impone como amo y el otro acepta la esclavitud por miedo a morir. Es una simplificación del proceso histórico, pero útil para entender la opresión de los pueblos originarios en el Perú, que antecede a otras formas de dominación, como la explotación capitalista en la lectura de Marx. La historia del Perú es, en esencia, la historia de su liberación de esta opresión originaria, sostenida por el terror de las “recias muertes a los naturales”, en palabras del cronista Cieza de León.


La opresión y represión han sido sistemáticas. Desde el descuartizamiento de Túpac Amaru y la exhibición pública de sus restos hasta las masacres recientes, la brutalidad estatal ha buscado imponer un miedo duradero en la población. La vocación de libertad ha sido sofocada una y otra vez mediante la tortura y el asesinato, para escarmiento de quienes osaran rebelarse.


El estado normal de una sociedad oprimida es la latencia de su rebeldía. La injusticia genera, tarde o temprano, resistencia. Las realidades sublevantes generan ideas y acciones de sublevación. Quienes ostentan el poder y pintan a esta sociedad como perfecta solo pueden percibir a sus críticos como anómicos, desadaptados, incluso como no humanos. De ahí el terruqueo: la deshumanización por excelencia, la licencia para matar. Lo opuesto al terruqueo, y su único antídoto, es la humanización: el reconocimiento de todos como parte de una misma comunidad nacional. Esa es la paz que el Perú aún no ha alcanzado. La actual política represiva es una continuación de la guerra interna por otros medios. Falta conquistar la paz y la dignidad.


Resistencia y esperanza


Cuando la rebeldía es reprimida, se canaliza por otras vías, especialmente la cultura. Ante la impunidad de la violencia estatal, la resistencia se manifiesta en la música, el arte y la tradición oral. En las comparsas de carnaval, las coplas desafían al poder con su ingenio mordaz. Retablos, tejidos, caricaturas, periódicos murales y teatro se convierten en escenarios de una creatividad insurgente que el régimen no puede sofocar.


El Perú atraviesa una etapa dictatorial de facto. Y como en todas las dictaduras, la resistencia adopta nuevas formas. La lucha continúa en las calles, en el arte y en la memoria colectiva. Porque ningún régimen puede sostenerse indefinidamente sobre la sangre de su pueblo. Pero esta batalla no se gana sólo con fuerzas sociales o políticas, definidas desde la coyuntura, sino fundamentalmente con fuerzas históricas, definidas desde la opresión originaria.


Volviendo a Kojève, el esclavo acepta la dominación por miedo a morir; renuncia a su libertad, pero a cambio sobrevive. Sin embargo, esa misma supervivencia es una forma de resistencia. Con el tiempo, la dialéctica se invierte: en realidad, es el opresor quien depende del trabajo del oprimido, y es este trabajo el que transforma al oprimido, dotándolo de habilidades, conciencia y autonomía.


Mientras el opresor se vuelve un dependiente pasivo, el oprimido adquiere la capacidad de subvertir la relación de dominación. Así ocurrió con los esclavos cristianizados, cuya convicción minó y finalmente derrotó al Imperio Romano. En algún momento, el miedo deja de ser suficiente, y el esclavo — es decir, la ciudadanía — se organiza, se empodera y desafía la estructura de dominación. En las manifestaciones en el Perú, esta dinámica se vuelve explícita.


Como en ningún otro país, la consigna que resuena con fuerza es: “¡Aquí, allá! ¡El miedo se acabó!”. En esas palabras se condensa una historia de dominación sustentada en el miedo, que, al llegar a su límite, estalla en un acto de liberación.


 

[1] Alexandre Kojève fue un filósofo francés de origen ruso. Reinterpretó la Fenomenología del Espíritu de Hegel en sus conferencias en la École Pratique des Hautes Études en París (1933-1939), en particular, la dialéctica del amo y el esclavo. Su lectura influyó profundamente en intelectuales como Sartre, Lacan y Foucault.

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