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Del régimen del 93 al del 23: las tres fases de la dictadura





Podría pensarse que el régimen dictatorial que hoy gobierna el Perú cuenta con más problemas que poder. Es cierto que los problemas no han hecho más que encadenarse desde el 7 de diciembre, cuando Dina Boluarte asumió ilegítimamente el poder, al hacerlo en un pacto con los perdedores de las elecciones de 2021. Sin embargo, también es cierto que, tras más de un año y medio, no solo el régimen se mantiene en el poder, sino que está utilizándolo de manera deliberada para implementar —insisto, de forma ilegítima— una serie de normas, políticas y cambios estructurales y constitucionales. Por ello, a la luz de las evidencias, queda claro que, aunque el régimen está amenazado, también está empoderado.


Las últimas normativas y decisiones implementadas por una institución mayoritariamente rechazada, como es el Congreso de la República, lo demuestran. No solo hablamos del contenido de estas medidas, sino de la forma en que se implementan. No hay rubor ni en su defensa, aprobación ni planteamiento. Hemos transitado rápidamente de la defensa de posturas conservadoras a la defensa de posturas reaccionarias, no solo en el contenido, sino también a través de una bestialización de las formas y los discursos para avalar estas medidas. Este tránsito es también una evidencia del proceso de bestialización de los poderes, de las élites y, en general, del sistema, un fenómeno que no es exclusivo del Perú. Las ultraderechas a nivel internacional han seguido exactamente el mismo camino.


Por lo tanto, es relevante detenernos también en el método implementado por el régimen actual —presidido, pero no dirigido por Dina Boluarte— para identificar al adversario, por un lado, así como para plantear nortes de salida reales y efectivas a la crisis peruana, por otro.

 

Las expresiones populares de rechazo contra el régimen actual (desde movilizaciones hasta expresiones artísticas o escraches contra autoridades) son la esperanza viva del espacio democratizador peruano. Esta constancia movilizadora ha logrado que se consolide en el Perú la disputa entre dos polos: el democratizador y el pacto de lo que llamaré Régimen del 23, el pacto que conforma el cogobierno actual. Como he mencionado en otros espacios desde los inicios de este gobierno, es importante tener claro el tipo de régimen que gobierna: una suerte de HIDRA de muchas cabezas donde cada cabeza es un poder (político, mediático, económico, judicial, castrense) y todas trabajan para mantener vivo al organismo que les permite existir y perpetuarse. En este artículo, sin embargo, quiero poner el foco no sólo en el carácter del régimen que nos gobierna, sino también en el método que sigue para mantenerse en el poder. Porque es cierto que este régimen está débil gracias al sostenido rechazo del poder popular mayoritario en el Perú, pero la debilidad no lo hace menos peligroso. Todo lo contrario. El Régimen del 23, heredero del régimen del 93, es en este momento más peligroso que nunca. Llevamos más de año y medio comprobándolo.

 

Fase 1: Imposición

 

El objetivo del Régimen del 23 nunca ha sido simplemente mantenerse en el poder por el poder mismo. Quien piense que la meta de quienes integran esta dictadura de poderes es solo permanecer en el poder, cae en una trampa. El verdadero objetivo es la perpetuación y el endurecimiento de un sistema que les garantice mantenerse siempre, independientemente de los resultados electorales. Para lograr este objetivo, al llegar al Palacio de Gobierno, el régimen necesitaba primero asegurar su supervivencia. La vía para ello fue el uso de la violencia.

 

El objetivo del régimen no es gobernar, sino garantizar el para quién se gobierna y garantizar que esto no cambie pese a los resultados electorales

Durante los primeros seis meses del gobierno de Dina Boluarte fuimos testigos de esta primera fase del método del régimen. Frente al rechazo popular que se convertía en un estallido protagonizado particularmente por el sur del Perú, el régimen se resguardó en la violencia. No hay imposición posible sin violencia. Hablamos de una violencia tanto institucional como política, judicial, mediática, económica y militar. Hablamos de represión, pero también del respaldo a esa represión por parte de todas las cabezas de la hidra que conforman el régimen. Esta imposición mediante la violencia no es algo novedoso. Al igual que el régimen del 93, que se impuso a través de la violencia sistemática contra las mayorías, el Régimen del 23 ha seguido el mismo camino. Hoy sabemos que la imposición en los años 90 tenía un objetivo claro. No se trataba simplemente de quebrar la democracia peruana; quebrarla fue el medio, pero el verdadero objetivo era imponer un modelo a través de la violencia.

 De ahí que haga falta también una crítica a la lectura hegemónica sobre el autogolpe del 92 porque el objetivo del mismo no fue sólo el quiebre democrático en el Perú, sino quebrar para imponer un modelo concreto: el modelo neoliberal que, como sabemos, no es sólo un modelo económico, sino también de construcción de subjetividades y de interrelaciones humanas.

 

En nuestra región, no podemos disociar el modelo neoliberal de su origen: dictaduras e imposición. Así como el régimen del 93 impuso el neoliberalismo siguiendo los pasos de Videla en Argentina y Pinochet en Chile, el actual Régimen del 23 buscó imponerse mediante la violencia, primero para salvar dicho modelo y luego para endurecerlo. Las balas, la sangre, los asesinatos, las detenciones arbitrarias, el terruqueo, entre otros, fueron los medios para lograr esa imposición.


Además, es importante reconocer que el Régimen del 23 logró imponerse rápidamente. ¿Por qué? Porque el régimen del 93, que permaneció vivo durante décadas, lo permitió. La velocidad con la que el régimen actual ha podido destrozar, desde el autoritarismo y la impunidad, los ya precarios resortes de nuestra limitada democracia se debe a la existencia de una arquitectura que facilitó esa rapidez en sus acciones.

Es decir, los elementos del régimen del 93 que aún perduran en el Perú de 2023 garantizaron que el Régimen del 23 pudiera imponerse con celeridad. Y esto no es casual. El modelo nunca estuvo en peligro en Perú, a pesar de que, democráticamente, las opciones que proponían su transformación ganaron en las urnas en más de una ocasión. Ollanta Humala es una de las pruebas de que en Perú tienen más poder los poderes que nunca se presentan a elecciones que los propios presidentes.

 

 El régimen del 93, que sobrevivió a su creador, Alberto Fujimori, permitió que su primera fase se desarrollara con relativa rapidez. El manual fue replicado: violencia directa por parte de las fuerzas del (des)orden, que ejecutaron extrajudicialmente a decenas de peruanos y peruanas, y que asesinaron indirectamente a otros por participar en las protestas contra un gobierno ilegítimo. La violencia también se ejerció a través del poder judicial, que abrió procesos sin pruebas, detuvo arbitrariamente, encarceló preventivamente e incluso legalizó la toma de espacios como la Universidad de San Marcos o el local de la Confederación de Campesinos del Perú.


El poder económico se sumó a esta violencia, desplegando a sus voceros en los medios de comunicación para responsabilizar de la inestabilidad económica, resultante de la crisis política, a quienes exigían democracia y justicia. Paralelamente, presentaron a Dina Boluarte como el "mal menor" frente al gobierno de Pedro Castillo. Y, al más puro estilo de los años 90, vimos la violencia ejercida por el poder mediático con una campaña sostenida de terruqueo contra quienes se movilizaban, acompañada de un discurso de equidistancia que, en ciertos sectores de izquierda, se ha asumido como propio. Este discurso plantea que el régimen que asesinaba a quienes protestaban y el gobierno de Castillo eran equivalentes, o que el segundo tenía responsabilidad sobre lo primero.

 

Al cabo de aproximadamente seis meses esta imposición logró asentarse. Boluarte cambiaría su estrategia discursiva hacia junio de 2023 al realizar su balance de los primeros seis meses en Palacio de Gobierno con un titular que no deja lugar a dudas: “le hemos dado calma y sosiego al país”. Y de este modo, el régimen del 23 pasaba a la segunda fase.

 

Fase 2: Normalización

 

Una vez impuesto, el régimen necesitaba consolidar sus acciones. Para ello, fue fundamental la complicidad entre todos los poderes que cogobiernan actualmente el país. No es posible normalizar al régimen si no se cuenta con una alianza férrea. Hablamos de un ‘pacto de régimen’ que de forma tácita y explícita se encargó de normalizar la barbarie. Si bien, para lograr imponerse el régimen necesitó también de la colaboración activa de todos los poderes, esta colaboración virtuosa (para ellos) surge de una necesidad por sobrevivir frente al estallido social. Es decir, se trató de una colaboración producto de una necesidad. En esta segunda fase, sin embargo, la colaboración es de otro tipo. Hablamos de una complicidad explícita que nace de una lectura política que excede el inmediatismo por sobrevivir y se centra en definir un norte concreto. Como decíamos líneas arriba, el objetivo del régimen no es gobernar, sino garantizar el para quién se gobierna y garantizar que esto no cambie pese a los resultados electorales.

 

Frente a esa posible constitucionalización del régimen, se requiere otro tipo de proceso constituyente. Este paso no es electoral, es de proyecto. Es fundamental que las elecciones no se vuelvan el eje exclusivo de disputa en la agenda política, para que la salida a la crisis realmente lo sea. Esto lo tienen más claro quienes han mantenido abierta la disputa contra el Régimen del 23 desde sus inicios, y no dudaron en calificarlo de ilegítimo en lugar de creer que había algún margen de oportunidad que otorgarle a Dina Boluarte.

La fase de normalización necesitó entonces de la solidificación del pacto de régimen. Necesitó de una alianza entre los poderes que entendieron, como ya lo habían hecho en diciembre de 2022, que Dina Boluarte era la carta que les permitiría recuperar el gobierno luego de perderlo en las urnas en 2021, pero sobre todo, que para que Dina Boluarte fuera útil necesitaban recordarle constantemente que no era una presidenta, sino un alfil. Un títere. Una marioneta. Por ello, no es casual que precisamente en junio de 2023, tras el balance realizado por Boluarte, fuera nada más y nada menos que Keiko Fujimori la lideresa política que se encargaría de recordarle su papel. Fujimori apareció ante sus correligionarios y ante la prensa para “enmendar” la plana a la presidenta al afirmar que se encontraba “preocupada” por su actitud triunfalista y su falta de autocrítica. Este mensaje no fue baladí. Se trató de un recordatorio público del papel de Boluarte en el régimen que, insisto, ella no dirige, sólo preside. El Régimen del 23, entonces, no sólo es una hidra de muchas cabezas, sino que todas las cabezas cuentan con más poder que la cabeza presidencial.


El pacto del régimen se consolidó en esta segunda fase y permitió que los poderes avanzaran en su agenda a medida que surgían crisis para Boluarte. Cada crisis les sirvió para obtener desde más ministerios hasta leyes concretas, como el indulto al dictador Alberto Fujimori y la ley de impunidad recientemente aprobada. No solo se ha normalizado la barbarie en este periodo, sino también el método con el que dicha barbarie se consumó. Es decir, se ha normalizado la jerarquía del Régimen del 23: Boluarte (o cualquier presidente) como alfil, el Congreso como gobierno, y los poderes judicial, económico, mediático y castrense como garantes de esta jerarquía en el poder.


Hay que añadir un detalle más en esta fase de normalización. Aunque las expresiones de rechazo popular impugnan esta normalización y la disputa contra el régimen y su relato sigue abierta, la falta de un discurso impugnador en los espacios actuales de construcción de sentidos comunes —es decir, los medios de comunicación— ha sido clave para que esta normalización avanzara, aunque con dificultad. Que el relato hegemónico, incluso desde ciertas izquierdas, haya reducido el estallido social a las demandas de justicia de las familias de las víctimas, en lugar de plantear la agenda política de los sectores movilizados, que incluía la impugnación del sistema (es decir, del régimen y del modelo neoliberal que imponía), contribuyó a esta normalización.


El hecho de que el discurso hegemónico sobre las salidas a la crisis se centrara únicamente en el adelanto electoral, en lugar del cambio de constitución, es una renuncia que favoreció esta normalización. El régimen sonríe al ver que solo se apela a ganar en las urnas en lugar de ganarles en el  poder. La normalización del Régimen del 23 tiene tanto que ver con el pacto de poderes como con la falta de olfato político de ciertos sectores que asumieron que el problema se resolvía únicamente con la destitución de Boluarte.

 

 Fase 3: Constitucionalización

 

Podríamos decir que actualmente estamos viviendo la fase de constitucionalización del Régimen del 23. Así como en un primer momento el objetivo fue imponerse a través de la violencia y la fuerza, y en un segundo momento fue normalizar el pacto de poderes en el gobierno (y las jerarquías del Régimen del 23), esta tercera fase tiene como objetivo cerrar los candados para garantizar que el modelo sea intocable. De ahí que haya dos características claves en este momento político del régimen: por un lado, la rapidez con la que se están implementando cambios constitucionales gracias al pacto en el Congreso y a la impunidad garantizada por los poderes judicial, económico y mediático; por otro lado, observamos un notorio despliegue de desvergüenza en las medidas aplicadas, como mencionábamos al inicio de este texto.


Las formas a menudo definen el carácter de un gobierno y de un momento político. No basta con liberar a Alberto Fujimori, ahora lo proponen como candidato electoral. No basta con aprobar una ley de impunidad para criminales de lesa humanidad, ahora le pagamos una pensión vitalicia a uno de los íconos de estos crímenes. La desvergüenza y la falta de pudor al implementar estas medidas no se explican solo por la impunidad de la que gozan quienes las implementan, sino también por el momento en que se encuentran. Para constitucionalizar el régimen, necesitan actuar con desfachatez. Han renunciado incluso a la corrección política, una de las características de los neofascismos actuales a nivel mundial. Por ello, seguir apelando a medidas tibias o a discursos de moderación no hace sino poner una alfombra roja a estos poderes, que, como vemos, se encuentran totalmente bestializados.


Pero la constitucionalización del Régimen del 23 tiene que ver también con otra clave fundamental que es curiosamente de la que no se quiere hablar: la clave Constituyente. Y no se quiere hablar de ella porque ahí está precisamente la madre del cordero. Hace más de un año y medio en el Perú hay una Asamblea Constituyente. Una Asamblea Constituyente ilegítima conformada por las mafias y las oligarquías.  No estamos ante un Congreso sin legitimidad que implementa leyes aberrantes; lo que realmente tenemos es una Asamblea Constituyente que está constitucionalizando un nuevo sistema de gobierno en nuestro país, y lo hace a plena luz del día. No solo han modificado más de 50 artículos de una constitución que dicen defender, sino que continúan implementando medidas de calado constitucional sin ninguna legitimidad para ello y sin que el pueblo peruano los haya elegido para esa tarea. Estamos hablando de un golpe constitucional en forma de 130 escaños.


El objetivo del régimen no es gobernar, sino garantizar el para quién se gobierna y garantizar que esto no cambie pese a los resultados electorales

 

Aquí se encuentra una de las claves para cualquier proceso electoral próximo, donde el debate no será programático, sino necesariamente destituyente y constituyente. ¿Es posible detener la constitucionalización que está llevando a cabo el Régimen del 23? Sí. Pero para ello no bastará con destituir a Boluarte. Para contrarrestar su Asamblea Constituyente oligárquica, se necesita una Asamblea Constituyente popular, representativa y legítima. En esta tercera fase, el Régimen del 23 nos está proporcionando la pista principal de su propia destrucción.


Por ello, es crucial que, en términos destituyentes e inmediatos, se plantee en primer lugar la derogación total de las normas aprobadas por este Congreso ilegítimo. Nos referimos a un Congreso que carece de legitimidad popular para cualquiera de las leyes, buenas o malas, que ha aprobado. Recordemos que estamos hablando del Congreso que ha garantizado la impunidad para criminales de lesa humanidad; que sabe que ha cooptado el Tribunal Constitucional y, por tanto, se ampara en esa complicidad para legitimar formalmente sus normas; que ha propuesto que sentenciados por corrupción puedan postular a la presidencia, a pesar de que la actual Ley Orgánica de Elecciones lo prohíbe; que ha asumido la defensa de sus intereses al más alto nivel, como cuando Eduardo Salhuana (Presidente del Congreso) defendió desde su cargo a la minería ilegal, etc. No es un Congreso que esté implementando leyes; es una institución que está constitucionalizando un sistema, un modelo y un método. En segundo lugar, es urgente plantear un referéndum por una nueva constitución para hacer frente a este proceso de constitucionalización que el Régimen del 23 ya ha puesto en marcha.

 

 La alternativa

 

Decíamos que la movilización popular sigue siendo la esperanza viva del bloque democratizador en el Perú frente al Régimen del 23. Sin embargo, si consideramos que el reto es sistémico y no solo político, y que la dictadura de poderes actual se ha erigido sobre la arquitectura del régimen del 93, que continuó existiendo después de que Fujimori abandonó el Palacio de Gobierno, resulta evidente que la alternativa no puede limitarse únicamente a las elecciones. Me temo que cualquier opción que se enfoque exclusivamente en lo electoral está condenada a perder esta oportunidad, independientemente de su resultado en las urnas.


 Por ello es importante hacer un apunte sobre el habitual debate en torno a la "unidad". Hay quienes consideran que ésta es lo que permitirá derrotar al Régimen del 23, y me temo que esto no es cierto. La unidad entendida como objetivo puede permitir contar con una candidatura frente al Régimen del 23, pero solo eso. Por cierto, el Régimen del 23 tendrá varias candidaturas porque ha entendido que la unidad no es una meta electoral. Ésta es un medio, no un fin, y puede bien servir como acción política incluso luego de las elecciones. El Régimen del 23 que nos gobierna es la prueba viva de ello

 

Muchas veces, en el espacio que puede considerarse democrático en el Perú, se entiende que la unidad es un fin en sí mismo y no un medio. Al asumirla como un objetivo final, se la plantea como una necesidad imperiosa que debe abrirse camino suprimiendo todo aquello que genere discusión, debate o singularidad. En pos de ese supuesto norte democrático, se termina cediendo a un discurso "mal menorista" donde se nos fuerza a privilegiar cualquier opción frente a ese "mal mayor", obviando que muchas veces en esa renuncia lo que hacemos es darle sustento a ese "mal mayor".

 

De esta forma se consolidan discursos que afirman que si se pide una nueva Constitución se está "yendo demasiado lejos", o que si se llama a las muestras de rechazo popular "toma de Lima" se está siendo poco convocante. Este mismo criterio es el que obliga a renunciar a ciertas salidas a la crisis, aduciendo que "no son mayoritarias", pero nunca se someten estas salidas a votación. En su lugar, se imponen las demandas supuestamente convocantes desde los espacios de poder dentro de estos frentes unitarios.

 

¿Por qué la exigencia de una nueva Constitución no convoca? Porque lo dice tal o cual líder. No porque se haya sometido a votación en ese espacio. Y así ocurre con diversas demandas que se asumen como no prioritarias, porque lo dicen quienes ostentan ciertos liderazgos vinculados a privilegios.

 

En tiempos de crisis, las salidas suelen ser también extraordinarias. Hoy, la alternativa al Régimen del 23 se expresa más en la diversidad que en el uniformismo. Esa misma diversidad que vemos en las movilizaciones populares y que se ha hecho notar nuevamente en Lima durante el duelo patrio.

 

No hace falta una sola alternativa electoral, sino una alternativa democrática. Y esa alternativa puede muy bien expresarse en distintas candidaturas que luego sean capaces de ponerse de acuerdo para desmantelar por completo el Régimen del 23. Las elecciones son un paso, pero no son la solución definitiva a la crisis. De hecho, temo que asumir lo contrario contribuye a que el Régimen del 23 pueda consolidarse constitucionalmente.

 

Frente a esa posible constitucionalización del régimen, se requiere otro tipo de proceso constituyente. Este paso no es electoral, es de proyecto. Es fundamental que las elecciones no se vuelvan el eje exclusivo de disputa en la agenda política, para que la salida a la crisis realmente lo sea.

 

Esto lo tienen más claro quienes han mantenido abierta la disputa contra el Régimen del 23 desde sus inicios, y no dudaron en calificarlo de ilegítimo en lugar de creer que había algún margen de oportunidad que otorgarle a Dina Boluarte. El pueblo salva al pueblo porque sabe mejor que nadie lo que el pueblo se está jugando, y ha sabido delinear el carácter del régimen actual mejor que ningún analista político en el país. Ahí radica la esperanza.

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