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“De silencio y otros ruidos”: continuidades de un pasado que no pasa



En De silencios y otros ruidos encontramos un testimonio que trasciende la mera narración de la memoria. No se limita a exponer la “memoria incómoda”, sino que nos sumerge en una profunda reflexión sobre un proceso personal y único: ser hijo de una figura pública estigmatizada en la sociedad peruana. El autor nos invita a contemplar las complejidades de crecer bajo la sombra de alguien asociado a la insania, la vehemencia, lo patológico y lo desechable.


A través de la exploración de sus relaciones primigenias con sus padres, Salgado Olivera nos muestra cómo las huellas de la infancia, marcadas por la violencia política, moldean nuestras formas de relacionarnos con los demás. Sin embargo, la historia de su padre no es un relato aislado, sino que se entrelaza íntimamente con la historia del país, revelando las complejidades de una sociedad marcada por el conflicto.


Tradicionalmente, se habla de memorias salvadoras, victimocentristas o subversivas. Sin embargo, creo sinceramente que este libro no encaja en ninguna de estas categorías. El proceso personal de quienes son hijos de militantes subversivos conlleva la construcción de una identidad única, y veo que el autor ha logrado plasmar esa compleja identidad en su obra. Es difícil alcanzar esto más allá de la sombra de los padres militantes, pero Rafael logra guiarnos de manera honesta y descarnada a través de este viaje íntimo.


Este proceso es tan complejo como el propio autor lo describe, especialmente debido a las diversas expectativas que los distintos sectores sociales imponen para validarlo. Por un lado, los grupos de derechos humanos que esperan una condena explícita hacia el padre; por otro, ciertos sectores conservadores que demandan un rechazo absoluto del progenitor, sus ideas y cualquier rastro que quede de él, aunque siempre persista la sospecha. La carga genética, después de todo, no es algo de lo que uno pueda desprenderse fácilmente. También están los antiguos compañeros de militancia del padre, con sus propias expectativas y criterios.


Atravesar estas circunstancias es complicado, tenso y frustrante, ya que no importa qué postura se adopte, siempre habrá una sanción moral o política de uno o varios de estos entornos sociales. Quizás sea precisamente esta necesidad de sortear todos estos frentes lo que lleva al autor a escribir desde la duda, el cuestionamiento y la reflexión, en lugar de desde una afirmación concluyente.


En una primera etapa del desarrollo del libro, vemos cómo le fue posible al autor sobrellevar el duelo por la pérdida de su padre gracias al orgullo que tenía por los ideales políticos de este, una “figura heroica” que, tal vez (o probablemente), todo hijo necesita. Este orgullo es la herramienta que le permitió no colapsar y continuar con una vida aparentemente funcional, aunque llena de silencios, como nos narra. Silencios de parte de su propia familia nuclear, de la familia extendida, silencios en el barrio, en el colegio. Silencios para sobrevivir.


Un segundo momento de confrontación con lo ocurrido a su padre surge a partir de la CVR. Esta vez con la forma cruel en la que murió en manos de agentes estatales, cuando lo que hubiera correspondido era la detención y el procesamiento. Ese silencio y ese orgullo por la figura heroica se vieron interpelados frente a la exposición que realizó la Comisión de la Verdad respecto al caso, pues este fue recogido y recomendado para ser judicializado.


Este nuevo acontecimiento trae también una nueva frustración cuando, de manera inédita, el Estado reconoce a Rafael Salgado Castilla como víctima para, años después, retirarle tal condición y suspender el certificado.


Posteriormente, asistimos a un punto de inflexión en la vida del autor: su encuentro con otros hijos de militantes del MRTA. A través de su vinculación con Aprodevil, la Asociación Pro-Defensa de la Vida y la Libertad (Aprodevil), que surge para que los familiares de los militantes del MRTA puedan denunciar las violaciones de derechos humanos, descubre una comunidad que comparte sus experiencias y luchas.


Este encuentro transforma radicalmente su perspectiva, llevándolo a pasar de los silencios de la infancia a una activa participación en la denuncia de las violaciones de derechos humanos. El paso de la introspección a la acción colectiva marca un antes y un después en su vida, evidenciando el poder transformador de la solidaridad y la lucha por la justicia.

También nos cuenta que, en esta búsqueda de justicia por las violaciones de derechos humanos, enarbolaron un discurso que buscaba fundarse en el informe final de la CVR a la vez que intentaban diferenciarse del otro grupo (también condenado por terrorismo), Sendero Luminoso.


Una forma de enfatizar el “nosotros matamos menos”, aunque, al final de cuentas, en la sociedad peruana no interesa ese tipo de cifras oficiales o, siquiera, exámenes políticos (o morales): Sendero y el MRTA son enemigos en la sociedad peruana.


En una siguiente etapa, el autor se involucra con el colectivo Hijxs, un espacio de encuentro y apoyo mutuo para hijos de militantes. A través de esta experiencia, explora su rabia, participa en terapias colectivas y se vincula con redes de memoria y derechos humanos. Sin embargo, descubre que la identidad de hijo de un militante es una carga compleja, que lo acompaña más allá de sus acciones y convicciones. Uno nunca deja de ser hijo de quien es a los ojos externos.


Con el colectivo Hijxs, llegaron a realizar eventos de memoria, estudios y valiosos aportes en la necesaria disputa de los sentidos comunes. Y es después de este enriquecedor, pero arduo proceso, que Rafael toma conciencia de otro aspecto de la relación con su padre: la ausencia. Una ausencia que no comenzó con el brutal asesinato, sino mucho antes. Rafael empieza a comprender que, en un momento determinado de la historia, lo más importante en la vida de su padre no era su familia ni él mismo, sino esa lucha que había decidido emprender. Es complejo entender que, como hijo, también se está inmerso de manera abstracta en la causa de esa lucha que se pretendía legítima, pero que conlleva muchas ausencias en la vida cotidiana. Es esta complejidad de emociones que Rafael nos expone lo que enriquece el libro con una gran dosis de honestidad y crudeza.


Destaco el difícil proceso de aprendizaje personal que tuvo que atravesar el autor. Enfrentarse al asesinato de su padre, vivir la violencia familiar y sufrir violencia sexual en el ámbito escolar. Todo esto está interconectado, cada aspecto y cada hecho que se suceden a partir de lo ocurrido con su padre. Rescato este aprendizaje personal porque ha sido abordado de manera colectiva y hoy se materializa en este libro, que era ya urgente. Se resalta, una vez más, la necesidad de encontrarnos y reencontrarnos en el otro, de compartir luchas y enfoques, por más duras que estas puedan ser.


Es imposible no pensar en Los rendidos de José Carlos Agüero como un referente que antecede a esta obra. El año pasado me preguntaba cuánto se había avanzado en términos de memoria, de reconocimiento universal de los derechos humanos, y sobre la disposición de la sociedad peruana, tanto en 2007 como en 2022, para escuchar cómo se rompen ciertos silencios. Hoy ya no me lo pregunto. La situación es mucho más complicada; la persecución nos acecha a todos. Por eso, creo que es fundamental, hoy más que nunca, leer el libro que nos presenta Rafael.


Personalmente, valoro las lecciones de vida y las reflexiones políticas del autor para seguir acompañando e impulsando la lucha por la memoria y la justicia para todas las víctimas, tanto del pasado como del presente. Y, por supuesto, para seguir defendiendo los derechos humanos, que son universales.


Hoy más que nunca, la verdad oficial está en franca disputa, y la lucha la están ganando los sectores más conservadores y autoritarios de la sociedad peruana. Sin embargo, no podemos ser ingenuos: hace muchos años que ya se había cedido terreno desde la oficialidad, y hoy solo estamos viendo las consecuencias de ello. A su vez, estamos quienes no solo lo vemos, sino que lo vivimos y lo encarnamos. Hemos llegado a esta coyuntura con una masacre impune, amparada en el terruqueo; con la persecución penal a dirigentes, colectivos, artistas, movimientos y familias. La disputa por la memoria guarda una íntima relación con todo lo que se viene viviendo.


Mi padre es uno de los que están siendo perseguidos por el régimen actual, y aunque sé que es inocente de todo lo que se le acusa, creo que es ingenuo intentar posicionarme desde la "higienización" y hacer el conocido ejercicio del “yo no soy, pero estos otros no sé, tal vez”. Por el contrario, me siento mucho más cercana a trayectorias vitales como las de Rafael, antes que intentar demostrar una inocencia o pureza absoluta que, en realidad, no tendría por qué ser necesaria, excepto en la sociedad peruana.


Rafael escribe en la página 187 de su libro: “Cuento mi historia para generar brechas en la verdad oficial, para crear puentes, para promover espacios de diálogo entre diversas memorias, apostando en que la memoria es una lucha que nos une en la construcción de un país sin impunidad, justo y en paz”. Estas líneas las recojo con profundo sentir, y a las que añadiría: la verdad oficial requiere, con urgencia, de esas brechas y fisuras para así permitirnos mirar hacia otros puntos que han pasado desapercibidos o han sido deliberadamente omitidos. Aquella verdad oficial que, en su momento, contó con elementos disruptivos, hoy ha devenido en un discurso estático y reductivo.


Escribo este texto con la idea de intentar generar nuevas visiones y perspectivas no solo a quienes no comparten en lo absoluto el tipo de experiencia que el autor ha vivido y narrado en su libro. Tal vez me extralimito, pero quisiera dirigirme también (y quizá principalmente), a quienes puedan sentirse identificados con estas experiencias desde sus propias trayectorias vitales, esas que no elegimos y que, sin embargo, nos tocó asumir, de la manera en que nos es posible.


Ser hijo o hija de alguien que ha militado en exgrupos subversivos, o de quien es acusado de serlo ante los tribunales peruanos, conlleva un estigma que atraviesa cada aspecto de nuestras vidas, independientemente de nuestra voluntad; incluso si hemos logrado maquillarlo o disimularlo llevando un estilo de vida decididamente opuesto al de nuestros padres. Y es ahí donde radican la rabia, la indignación y el sentimiento de no pertenecer a una sociedad que nos orilla al rechazo parental.


Pero también hay quienes deciden llevar el estigma del horror sin un ápice de vergüenza, y es en esa disyuntiva donde terminamos de construir gran parte de nuestra identidad personal. Un nombre propio, una vida propia, elecciones propias… son cotidianeidades que se ven atravesadas por un pasado del que no somos responsables, pero que nos toca afrontar día tras día sin posibilidad de escapar.

 

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